Reseña

Cuerpos prescindibles
por Gabriela Bard Wigdor
Inlibertas: cuerpos desechables en sociedades feminicidas        

Cuando comencé a leer Cuerpos prescindibles [1] me sentía bastante extraviada, me costaba concentrarme, detener mi atención cuando de feminicidios, violencias y masculinidades se trataba, porque se ha vuelto más doloroso que en otras ocasiones en esta etapa de mi vida. Creo que, por un lado, cuanto más estudiás sobre un tema, menos sabés al respecto y más insegura te sentís para hablar acerca del mismo. Por otro lado, se siente como estar empachada de algo, como no querer comer más ese alimento que te hizo daño. Necesitás sacarlo de tu dieta, no podés ni olerlo o verlo cerca tuyo. Algo así me pasa en estos días con temas como el que trata este libro. Es tan aguda la violencia contextual, es tanta la exposición del propio cuerpo y el de mis compañeras en la investigación-acción popular feminista en torno a masculinidades y varones que ejercen violencias en Córdoba (Argentina) así como en el acompañamiento a mujeres en situaciones muy graves de precariedad, que esto de andar todo el tiempo leyendo, investigando, pensando cómo abordar la violencia heteropatriarcal se mezcla con otras estrategias para escaparle también en la vida laboral, íntima y política. Es como estar empachada de este orden feminicida. Todo esto hacía el trabajo de reseña una tarea dura, repleta de pasiones tristes.

Reflexionar sobre temas como feminicidios, violencia o masculinidades se ha tornado un poco hábito para mí, por eso intenté leer este libro de un modo diferente, como en estado de distracción intelectual, pero con todo mi cuerpo alerta y sintiendo. Entonces vino a mi encuentro Walter Benjamin (2011) y su propuesta de que sólo se logra abordar determinadas tareas en estado de distracción y cuando su solución no se ha transformado en hábito. Porque la praxis de un libro se trata de eso, no de objetivar una teoría sino de dejarla viva, en movimiento para que produzca algo fuera, para que nos conmueva de modos distintos cada vez, aun cuando se trate de temas que, a pesar de su singularidad, insisten en repetirse de modo constante, como son los feminicidios en Nuestra América, especialmente en los casos de Argentina y México que aborda este libro.

En ese sentido, en el prólogo la filósofa argentina María López decía que es una constatación que estamos en tiempos de guerra y de muerte a las mujeres. Recuerdo también a Rita Segato (2016) en su libro La guerra contra las mujeres donde nos confirma que sí, que vivimos en tiempos de guerra, de muerte en lo público, en lo doméstico y agregó en lo emocional. Duele la carne, duele la impotencia y sobre todo no saber cómo, cómo entrarle a esta urgencia de vivir una vida buena, un buen vivir para todas. Entonces, pregunto ¿cómo es que después de tantos años de teoría, reflexión y organización feminista no hemos podido contra esta guerra colonial perpetua contra las corporalidades feminizadas? ¿Cómo detener la maquinaria masculinizada de la violencia heteropatriarcal?

Recuerdo que Lacan (1981) sostenía que es imposible que una máquina sea un cuerpo, porque el cuerpo sólo se teje de lenguaje, de lo sensible, una característica que parece ausente en la masculinidad feminicida, esa que se parece más a una máquina de muerte y disciplinamiento social que a un ser humano. Pero un cuerpo no es una máquina, entonces no es algo a reparar, no es un elemento que debamos hacer andar, más bien lo contrario, como nos dice Alexandra Kohan (2022), al cuerpo hay que desandarlo, descomponerlo, interpelarlo en su dimensión maquínica para que amaine su marcha y detenga el mandato de voracidad. Al respecto, este libro funciona como un ataque a la maquinaria de muerte que es este sistema, viene a enfrentar el síntoma de la masculinidad feminicida como efecto de una sociedad capitalista, racista, colonial y heteropatriarcal. Viene a rechazar que sigamos viviendo una vida adaptada al capitalismo más feroz y es una resistencia política desde la incomodidad.  Es como un libro mosca, que nos distrae de la rutina de lo que se dice sobre esta problemática y en ocasiones, nos deja sin aliento. Y vuelvo a interrogarme/nos. ¿Cuáles moscas servirán para distraer a esa masculinidad feminicida del ejercicio del poder como dominación, para que dejen de ser máquinas disciplinadas, funcionales y normalizadas del sistema?

Y como estoy leyendo en estado de distracción, me distraigo aun más, miro las paredes de mi casa y me encuentro rodeada de fotos y de imágenes de mujeres cercanas y de otras admiradas a la distancia; advierto que en su mayoría son mujeres cisgénero y una sola compañera trans y que ya no está entre nosotras: Lohana Berkins [2]. Ella está al lado de mi abuela materna Juana y de mi mamá Maite; luego siguen Frida Kahlo (pintora mexicana), Angela Davis (activista y teórica feminista afrodescendiente de Estados Unidos) y pienso en la vida tan dura que tuvieron y tenemos las mujeres, las personas sexo-disidentes y también la enorme mayoría de los varones con los que me relaciono. Qué vida tan hostil nos toca en este mundo donde se destina para las mayorías una vida de privación de lo básico para sobrevivirla, donde gobierna la heteronorma, el racismo, la censura del deseo y la trampa del amor romántico, la del empleo como realización individual, atravesado todo por la meritocracia, por la obligación de ser empresarios/as de sí, siempre en control, siempre felices, porque ya saben, ahora las frases de coaching están al día y celebran eso de que “atraes lo que vibras”. Me resulta una frase cruel y culpabilizadora, ¿qué hicieron las mujeres y disidencias sexo-genéricas para atraer/vibrar la muerte?

Sigo recorriendo las paredes de mi casa y me detengo en las fotos de Emma Goldman (anarquista y escritora nacida en Rusia), también está Evita Duarte de Perón (artista, militante y esposa del presidente Juan Domingo Perón en Argentina), una imagen pop de la activista y concejal brasileña asesinada Mariella Franco y otra de la también asesinada Berta Cáceres (líder indígena lenca, ​​ feminista y activista del medio ambiente hondureña). Tengo un santuario de mujeres que no se guiaron por el coaching y el éxito individual, mujeres que colectivizaron sus vidas en las luchas sociales, mujeres de vidas intensas, difíciles, de mucha resistencia y potencia para hacer; mujeres que dieron la vida luchando, otras creando, pintadas en calendarios de ritos, alrededor del fuego. Fotos de mujeres gordas celebrando su cuerpo, mujeres semilla y con la cabeza florecida. Pero me detengo en un cuadro que me regaló en un viaje a Puebla la artista mexicana Rosa Borrás, una compañera que realizó un homenaje a los/as 43 desaparecidos/as de Ayotzinapa (México) y que es muy convocada en este libro por diferentes autoras, y me siento honrada pero muy triste, casi agotada.

Ese cuadro me traslada a México y me pierdo en esa historia y en el museo de Frida Kahlo y en la pintura de un cuadro en particular, que es un autorretrato donde aparece Diego Rivera en el centro de su frente, como si fuera una idea fija. Tal vez representa una imagen que no se le quita nunca, mientras se retrata vestida por una especie de mortaja blanca. Tiene un Diego Rivera en su frente, que es como un estigma que sangra, y pienso en esa palabra y la busco en el diccionario. Estigma: marca o señal en el cuerpo, especialmente impuesta con un hierro candente como signo de esclavitud o de infamia. ¿No nos muestra acaso ese cuadro y este libro el grado de esclavitud, desamparo y precariedad al que nos somete y nos sometemos en este orden moderno y colonial cuando nos subjetiva en la dependencia del amor romántico? Nosotras, quienes no somos los varones blancos, heterosexuales, cisgénero, hemos sido a lo largo de la historia colonial carne a disciplinar, explotar, aniquilar y perforar. Hemos sido territorio de conquista y de aniquilamiento, sometidas por quienes dicen amarnos. Como dicen los movimientos feministas cuando salen a la calle con sus pancartas: “abandona tu Diego Rivera”. Pero ¿es tan fácil abandonarlos? ¿De dónde salen los Diegos Rivera? ¿Estamos seguras de que Diego no amaba a Frida? Esto no es una intervención amarillista, sólo quiero pensar en distracción y sin censura. 

En este contexto, no puedo dejar de reflexionar sobre el cuerpo de las mujeres como territorio de ocupación, los cuerpos feminizados que temblamos cada vez que recordamos alguna experiencia de nuestra biografía donde nos han querido someter, violentar o atrapar. Esos Diegos Rivera que andan maquínicamente con su heteronorma, castigando a quien no se le somete, al mismo tiempo que el capitalismo neoliberal les respira en el cuello y se matan entre ellos. Porque el mandato de masculinidad es de colonización y la colonización implica vivir todes en estado de guerra y censura subjetiva. Es una vida borde y de riesgo. En la masculinidad maquínica no pueden pensarse, no pueden sentirse; son desposeídos e integrados un entorno social misógino y de impunidad estructural donde se convierten en agentes de aniquilación de la tierra, del cuerpo, son como un batallón contra la vida. Se deshumanizan y nos deshumanizan. Hace décadas que vivimos en una especie de solución final para los cuerpos feminizados, en un campo de concentración donde entramos sin saber por qué, quizás porque tenemos el cuerpo disociado, anulado o silenciado. Quizás porque estamos desorganizadas o porque nos creímos el slogan neoliberal de que “somos libres y nuestro cuerpo es nuestro”.

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Inliberta es un término que remite a las personas puestas en libertad que quedan a medio camino entre la condición de esclavos/as y la de libertos/as. Las mujeres y cuerpos sexo-disidentes no somos libres, siempre estamos sujetas y somos juzgadas.

Viene entonces a mi cabeza un capítulo del libro, el de Constanza Penacini, quien dice que se declara junto a Clarice Lispector como “inliberta”, que es un término que remite a los esclavos/as puestos/as en libertad y que quedan a medio camino entre la condición de esclavos/as y la de libertos/as. Las mujeres y cuerpos sexo-disidentes no somos libres, siempre estamos sujetas y somos juzgadas, asesinadas, explotadas por la sociedad y por la familia que nos ama. Condenadas por nuestra sexualidad, aceptamos de antemano una culpa: la de nacer en un mundo en el que no somos consideradas personas, donde la religión dice que somos pecaminosas, peligrosas, y el capitalismo dice que somos sus esclavas. Constanza Penacini toma textos de Clarice Lispector en este capítulo del libro y cuenta los esfuerzos de la autora para hacer de sus protagonistas mujeres seres conscientes de su propia alienación. Ese develamiento, que es siempre triste y desesperado, ¿nos salva del sometimiento y de la muerte? ¿Nos salva del Diego Rivera que nos espera en cama, en la comunidad o en la escuela? ¿Nos libera del Bolsonaro que gobierna Brasil, de Trump en Estados Unidos, de Milei en Argentina, de tanto macho enojado y dispuesto a exterminar el planeta? No, no nos salva, pero detiene las actitudes compulsivas con que actuamos el orden y puede ayudarnos a encontrarnos en un universo más deseante y afectivo, nos ayuda a interpelarnos. ¿Cuántas veces en nuestras biografías de relaciones sexo-afectiva con varones nos hemos preguntado si ese hombre que está conmigo va a ser quien me grite, maltrate, quien me pegue, me anule, incluso me mate? Yo me hice esas preguntas y me las hago, es como una anticipación ante las violencias que ya sabemos que vamos a transitar por el sólo hecho de ser generizadas como mujeres, lesbianas, travestis o transgénero.

De nuevo recuerdo a María López en el prólogo de este libro. Habla sobre los cuerpos de las mujeres como objeto de un consumo destructivo, un campo de batalla que lleva las huellas de un poder de apropiación y expropiación absolutos; cuerpos como pura materia biopolítica desechable, que en el caso de México son cuerpos desmembrados, arrojados en pleno desierto, con toda su muerte ahí desnuda y anónima. Y regreso a la pared de mi casa en Argentina, donde no hay una sola imagen de esos cuerpos de mujeres desaparecidas, ni de las performances de las cruces de Ciudad Juárez, ni ninguna ofrenda para esas mujeres sin nombre. Tanto olvido y tanta muerte, tanta precariedad, tantos cuerpos que no importan y que deberían importarnos para traerlas a la vida de algún modo. Este libro las trae a la memoria de todes, nos las arroja en la cara y nos quita el sueño. Quizás busca provocar lo que María López llama un duelo compartido, que es el grito más poderoso contra la maquinaria neoliberal de producción de vidas desechables. ¿Cómo hacemos del duelo una potencia, cómo nos reunimos para duelar a las muertas de México y de Argentina, a todas las muertas de este planeta maquinal?

No tengo respuesta, menos cuando recuerdo que tanto no querer reconocer algo como pretender dar respuestas unívocas son formas de la voluntad del saber y del poder, y yo creo que nos pasa algo similar con fenómenos como los que se tratan en este libro: estamos como buscando una verdad y esa verdad pura y justa no existe. Tenemos pistas, intuimos que se vincula a una configuración de la necropolítica de género que se teje en las estructuras de desigualdad, en los discursos y prácticas que estas generan y que son letales. Es el orden social actuado por quienes se arrogan el derecho de dar vida o de dar muerte. Se expresa en nuestras vidas cotidianas también y pregunto ¿quiénes ingresan como imágenes o fotos importantes en las paredes de sus casas? ¿Quiénes son pensadas, lloradas y conocidas en sus biografías?

Mariel Cortés propone en este libro hablar de “las nadies”, las muertas en feminicidios en el ámbito doméstico producto de dinámicas de violencia constantes. Nos habla de feminicidios con fines correctivos para con las mujeres que se salen de las normas como son las lideresas sociales, como las mujeres que salen a viajar o divertirse y como las mujeres anónimas de tantas geografías, cuyos asesinos ni siquiera se preocupan por esconder el cuerpo, sino que exhiben el cadáver ante la certeza de la impunidad con la que pueden desaparecer, violar y matar, amparados en el estado de excepción. Es la necropolítica de género que produce una “instrumentalización generalizada de los cuerpos de las mujeres” y “construye un régimen de terror que decreta la pena de muerte para algunas” (11).

Rumeo esa idea, pienso en el intento de feminicidio político de Cristina Kirchner (vicepresidenta argentina electa en 2019) hace unos meses y todo lo que se venía tejiendo en torno a ella, en las tapas de las revistas, en los diagnósticos de locura que le daban por televisión y el rótulo de histérica, de promiscua, de violenta en los diarios. Pienso que la venían matando de modo simbólico mucho antes de que intentaran dispararle en la frente. Ya estaban decretando su deseo de muerte hace años. Esos deseos puestos en palabras, en tramas discursivas y emocionales que terminan siendo pegajosos en la sociedad son los que culminan en un arma apuntando a la frente de la vicepresidenta.

En algunos medios de comunicación masiva argentinos se sugirió que quien intento disparar era un loco, un demente. Cuando suceden feminicidios siempre circula esta idea del loco, de los individuos que son ejemplos de monstruosidad moral o aberración y la buena sociedad los señala como a la encarnación del mal que, paradójicamente, genera y avala de manera constante. Tal como explican las autoras Lanina Basso y Marisol Anzo-Escobar en este libro, controlar a las mujeres es obligarlas a aceptar las reglas masculinas para preservar el status quo genérico. Esto también se hace desde los medios de comunicación: es una de las formas más efectivas, no sólo por la voz autorizada que los medios representan sino también por su alcance masivo. En efecto, los medios de comunicación masiva se parecen a una plaza de los castigos y ejecuciones de la Edad Media, donde las personas se reunían a presenciar el asesinato sin juicio de les sujetes que el sistema siempre rechaza. Eso se repite como tragedia en la sociedad argentina, donde asistimos en vivo al intento de ejecución de la vicepresidenta a través de las pantallas de los celulares y televisores. No puedo olvidar la repetición constante de la escena donde intentan dispararle en la cabeza a Cristina Kirchner. La forma en que se insistía con la repetición del gatillazo en la televisión parecía querer ser contagiosa, generar esa pulsión de muerte en los observadores, y a la vez vaciar la escena de sentido político, ético y social.  Ese tipo de repeticiones también provocan dolorismo, usando el shock, el desconsuelo, la congoja, el sufrimiento, el miedo y la pena acumulada en familiares de víctimas y de quienes se sienten cercanas a la persona amenazada como forma de extraer sus energías. Todo ese cóctel combinado con la ira social generó una escena de cancha de fútbol, donde un sector del público lloraba y otro alentaba para que la bala saliera. 

Por esos días escuché a vecines decir que quienes quisieron asesinar a Cristina eran justicieros y en algún sentido, como a los feminicidas, se los reconocía como a los castigadores que espera, promueve y fabrica esta sociedad capitalista y heteropatriarcal. Al decir de Gargallo en Cuerpos prescindibles: “el poder que invisten los varones y les permitiría asumir el papel de soberano que castiga a quien viola el código moral que se cree en potestad de resguardar” (39) sobre las mujeres acaparan una presencia indebida en el espectro político, económico y jurídico de nuestros países. Estos vengadores vienen a reequilibrar el protagonismo femenino y poner fin a la “ideología de género”. En el capítulo de Franchesca, a quien ya extrañamos, valiosísimo capítulo y testimonio de una vida que ya no es, Gargallo nos explica que las derechas mundiales temen el despertar feminista porque para mantener la sociedad de clases es necesario mantener la jerarquía sexual. El sistema de discriminación de las mujeres está en la base del funcionamiento capitalista, que se sostiene en la organización familiar que descansa en la pareja matrimonial heteronormada y en las relaciones desiguales de género, clase y raza en general.

No olvidemos que tanto Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil o Milei en Argentina son ejemplos de lo que es el nexo entre violencia represora, fundamentalismo religioso, neoliberalismo y misoginia. Porque el neoliberalismo nos vende que somos todes poderoses, empresaries de nosotres mismes, que quien quiere puede y que necesitar o depender es malo. Esto de la autonomía, como comparte Tonalli Pérez Saldaña en este libro, va de la mano de la idea patriarcal de que la dependencia y la vulnerabilidad les es ajena a los varones. Es decir, la masculinidad niega esta dependencia ontológica de todo ser vivo/a y se cree potente, autónoma e independiente. Aun cuando ese mismo varón por su condición de clase, racial o género viva una vida precaria y por tanto urgida de asistencia estatal, de redes de ayuda, siempre va a pensarse autónomo. Paradójico, porque como dice Butler, muy citada en este libro, “no solo podemos ser vulnerables sin saberlo, [sino que] el no saberlo es un aspecto más de nuestra vulnerabilidad” (Butler, 2017: 23). 

De allí que Abel Lozano Hernández en otro capítulo de Cuerpos prescindibles nos diga que, en este caldo de cultivo occidental, binario y cartesiano, nace el amor romántico y la heteronormatividad obligatoria, ese binomio que acompaña los casos de feminicidio íntimo. En ese mismo sentido, Fermín Rodríguez nos propone pensar si frenar la violencia contra las mujeres en este sistema de relaciones patriarcales, no supone acabar con la pareja heteronormada como organización social represiva de la comunalidad. Esa pregunta me tocó de lleno, es la pregunta que me vengo haciendo hace años y de pronto me acordé del libro precioso, tristísimo y necesario de Cristina Rivera Garza sobre el feminicidio de su hermana Liliana, donde se muestra la complejidad de estos temas más allá de dar respuestas certeras. Retoma la historia de su hermana y acepta, por ejemplo, que Liliana estaba enamorada de su feminicida, un amor muy difícil, pero que existió. Y también registra todos los momentos en que ella dijo no, basta, pero no tenía opciones, no conocía otras maneras de relacionarse, su entorno era de relaciones como las que en general traman las parejas heterosexuales, cargadas de celos, posesión y violencias, de sometimiento. Creo que seguimos careciendo de un modo de lidiar con eso, con lo complejo de las relaciones, con la violencia inherente a las experiencias heterosexuales de pareja. 

Disculpen que vaya y venga de los feminicidios íntimos a feminicidios sistemáticos y políticos, pero no es que no estén conectados: les conecta la masculinidad hegemónica, el capitalismo, la colonialidad, el racismo y el género. Todo conspira para abonar a la pedagogía de la crueldad de la que nos habla Rita Segato (2016), la que nos acecha en la norma heterocisexual. Es necesario advertir y exponer ese deseo social de eliminación de toda existencia trans al que estamos expuestes a diario. Por eso cierro con unos versos de Emma Mhoris (2020): Queridos heterosexuales,/ el odio está vivo incluso en el silencio.

 

Notas al pie

[1] Cuerpos prescindibles. Aportes para una crítica de la razón feminicida: epistemologías críticas y movimientos sociales desde América Latina. Compiladores: Quetzali Bautista Moreno, Abel Lozano Hernández y Martin De Mauro Rucovsky. Editorial UNC, 2022.

[2] Loahan Berkins fundó la Asociación de Lucha por la identidad Travesti y y Transexual en Argentina. Fue cofundadora de la Asociación de mujeres meretrices e Impulsora de la Ley N.º 3062 de respeto a la identidad de género (2009) de la Argentina.Fue asesora de la legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por el Partido Comunista. En el año 2008 creó la cooperativa de trabajo textil “Nadia Echazú”, primera escuela cooperativa para travestis y Trans de Argentina.

Fotos de sitios públicos de internet y de la Secretaría de Comunicación Institucional de la UNVM.

Icono fecha publicación   24 de febrero de 2023

Gabriela Bard Wigdor

Gabriela Bard Wigdor es investigadora adjunta de CONICET. Profesora en las carreras Trabajo Social, Ciencias Políticas y Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba. Doctora en Estudios de Género, diplomada en Feminismos por la Universidad de Jujuy, magíster y licenciada en Trabajo Social por la Universidad Nacional de Córdoba. Coordina El Telar: comunidad feminista de Nuestra América.

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Bv. España 210 (Planta Alta), Villa María, Córdoba, Argentina

ISSN 2618-5040

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