Anthony Braxton

Número, ritual y espectros
por Diego Sampo

Creo que todo está conectado y que el reto del futuro es abandonar la idea de música como algo
separado de la vida para evolucionar hacia experiencias holísticas en donde música, imagen,

espiritualidad y cuerpo alcancen una integración total.

Anthony Braxton

El diseño se transformó en la construcción del aura –el medio del alma, la revelación
de un sujeto al que antes se suponía oculto dentro del cuerpo humano.

Boris Groys

Aura

Hay, en principio, un deseo de trascender toda humanidad, una fuerza motora capaz de ocupar el tiempo de una vida en extender lo consolidado, el punto de vista, y encontrar formas universales arquetípicas que nos liguen al mundo de las ideas. Tal vez Borges cuando entendió, o creyó entender, que el azar poseía formas geométricas, y que esas formas eran perfectas porque, junto a la elección del individuo, marcaban cada uno de los actos que componen una vida, pensó en esas elucubraciones. En el caso de Borges, eligió la literatura para escribir una obra superlativa, bordeando riesgos inverosímiles, de cara al universo, esperando alguna señal, un signo, aunque al poco tiempo el destino, esa otra forma de arquetipo, lo llevaría a la ceguera.

En el caso del extraordinario músico Anthony Braxton (Chicago, 1945) desde sus comienzos, después de editar un disco brillante que tituló 3 Compositions of New Jazz, supo que la música, como obra de arte, posee un aura mística. También que, si quería concebir otra dimensión para su música, comprender el aura del objeto en juego sería una tarea de toda una vida. 

Desde el título mismo se advierte una intención de acentuar una divergencia con la historia del género. Grabado nueve meses después de su debut con Muhal Richard Abrams en Levels and Degrees of Light, Compositions of New Jazz marca el inicio de lo que sería un recorrido irreverente no sólo con la tradición, sino también con la manera en que el músico de jazz se aproxima a la obra de arte. En ese disco lo acompañaron el trompetista Wadada Leo Smith, el violinista Leroy Jenkins y el pianista Muhal Richard Abrams. La contratapa ya contenía una de las características de sus composiciones: titular cada grabación con letras y signos que constituirían la puerta de entrada a una dimensión aurática en la que sería posible una nueva experiencia.

El disco comienza con una suerte de tarareo vocal con altos y bajos, un fraseo de silbidos leídos desde una partitura, a los que se van sumando un acordeón, una campanilla, la trompeta de Wadada Smith y el violín de Jenkins. Desde un comienzo se percibe un jazz mucho más que fronterizo, ya poco o nada queda de aquella música que se ocultaba en secuencias de acordes y ordenados solos sucesivos. Ahora toda la línea de composición está quebrada y es, sobre todo, multidireccional: como declaró el músico alguna vez, el universo es caótico pero ordenado.  

Desde esa sacralidad exploró, sea en solitario, en dúos, tríos, cuartetos y orquestas, una visión cosmográfica tanto de la composición como de la improvisación y, ante todo, de los puntos de convergencia entre ambas. Como Borges, creía que en algún lugar del universo había un arquetipo, un número de oro, la ciudad celeste de San Agustín; como Borges, pensaba también que el hombre elige dentro de coordenadas que están predestinadas por un demiurgo al que hay que conectar para que la obra germine y florezca.  

La creación del universo tiene muchas explicaciones que van desde el big bang hasta el agujero negro, pasando por la teoría de cuerdas. Cuando se habla de Anthony Braxton todo parece ser demasiado y a la vez posible. Pero hay denominadores comunes: la idea de armonía y la nota musical asociada al concepto de vibración universal.

Para Braxton la esfera celeste es un sistema de señales que hay que interpretar: todo el espectro que abarca tocar una nota, pasar por una composición o improvisación, requiere de una madurez estética inusual.

Alejado de la notación musical occidental, lleva hasta límites insoportables los colores primordiales del sonido: la duración y la frecuencia. Esos títulos utilizados para casi toda su obra, hechos con gráficos, números y símbolos, funcionan como un código que abre una puerta, a la manera de un hipertexto, a mundos infinitos. Cada código posee una textura de sonido y una vibración y, por lo tanto, como si fuera un efecto mariposa, produce una modificación en el universo. Esto le sirve a su sistema de composición como punto de partida, de tránsito y llegada al mismo tiempo. El famoso reloj de arena utilizado por el músico en sus presentaciones simboliza el arco temporal de ese encuentro. Dentro de ese lapso de espacio y tiempo ocurre un caos y un orden simétrico: un lenguaje musical propio, en el que un número áureo, una proporción divina, rodea cada nota que se ejecuta.

Esta proporción, este número, están en la escultura, la pintura, la arquitectura de un edificio, en los frescos del arco abovedado de la capilla Sixtina, en la poesía de Mario Montalbetti y los pentámetros yámbicos de Shakespeare, en la música de Bach así como en la de Webern, Stockhausen y Xenakis y, por supuesto, mucho más de lo que los mismos fans del saxofonista sospechan, en la de Anthony Braxton.

Un número de opus, o tres elevado al cubo, dice Braxton, ese es el generador primario. Si el azar posee, como asegura Borges, formas simétricas, el nombre de la Tri Centric Fundation, una suerte de academia griega que preserva y divulga su música, es una clara alusión a la visión con la cual se presenta: “el pensamiento creativo no puede reducirse a dicotomías, sino que debe abarcar múltiples perspectivas. Por ejemplo, la música no sólo se compone o se improvisa, sino que también incluye la intuición. No siempre es esto o aquello, muchas veces es lo otro”. Para Braxton, los opuestos -es decir, blanco o negro, cielo o tierra- no cuentan, más bien es la tercera opción, la del medio, la resignación a la dicotomía continua que ofrece siempre lo concreto. Es ahí cuando aparece la intuición, sobre la cual el músico opera con el escalpelo de un cirujano experto que sabe mirar o, mejor aún, esperar. 

Braxton camina el mundo del arte, su historia, detiene su marcha, como el flaneur de Walter Benjamin va a la deriva por las calles y se pierde en la muchedumbre, figura urbana que observa la ciudad, la naturaleza, el mundo y sus transformaciones. Un sujeto que no se deja seducir por las vitrinas ni del jazz ni de otras músicas, que hace del acto de caminar un placer en sí mismo. Si para Braxton la esfera celeste es un sistema de señales que hay que interpretar por fuera del mundo concreto, todo el espectro que abarca tocar una nota, pasar por una composición o improvisación, requiere de una madurez estética inusual.

Charlie Parker o la estrella del norte

Cuenta la historia que los marineros, exploradores o simplemente navegantes de la antigüedad, mientras surcaban los mares del mundo buscaban en el cielo la estrella polar con el supuesto de que los guiaría hacia la tierra elegida. También conocida es la historia de Parker y la de todos sus adeptos: la influencia de Bird, el músico de Kansas, arrasa por encima de la historia del jazz, tal vez con una fuerza sin precedentes. No hay Miles, ni Trane, ni Jarrett, que hayan generado un agón semejante. Todos buscan a Birdie, como se lo conoció, para escucharlo hasta el hartazgo, para superarlo, para tocar alguna composición suya o por simple curiosidad. Todos, o casi, quisieron que los guíe, como la estrella de la buena suerte, hacia tierras adánicas. Algunos con mayor suerte que otros. Lo cierto es que el riesgo que implica el fantasma de Parker, ese espectro que todo lo puede, figura obligatoria a enfrentar y medirse que deambula desde los inicios del jazz hasta hoy, no pasa ni pasará desapercibido. 

En un libro de Joseph Conrad, el capitán Charles Marlow busca a Kurtz en el corazón de África; el capitán, un hombre que compone sobre las coordenadas del espacio y el tiempo, se adentra de a poco, en la cosmografía del infierno, sabiendo que es más probable perecer en el itinerario antes que llegar al punto de encuentro. Si en el jazz hacer del riesgo un continuum se lo considera un valor, Braxton se encarama en ese río de la historia con el mismo riesgo, buscando al Parker mítico para estudiarlo, estirar sus acordes, destrozar sus armonías. Lo hizo desde los comienzos de su carrera, sea como líder o sideman, siguió durante la época de su cuarteto junto a Marilyn Cryspell, Gerry Hemingway y Mark Dresser y también mucho después, aun en proyectos titánicos como Trillium y Ghost Trance. Charlie Parker es el presente, el aquí y ahora que siempre está, incluso solapado debajo de las improvisaciones junto a Joe Morris, Maral Yakshieva, o tan sólo tocando el alto en las sesiones que grabó para sellos como América o Delmark.

Harold Bloom decía que el agón de James Joyce con Shakespeare fue lo que ayudó aún más al escritor irlandés a su grandeza. Lo mismo pasa con Braxton cuando uno escucha, por ejemplo, la versión de Hot house, incluida en la primera edición de Charlie Parker Project bajo el sello suizo hat Art en su edición doble de 1993. Parecería que Parker existe para hacer de Braxton un músico inalcanzable. La versión poco tiene que ver con la ejecutada junto a Dizzy Gillespie para el show televisivo de Earl Wilson en 1952.  La de 1993 es una formación de lujo: empezando por el pianista Misha Mengelberg, de Ámsterdam, estudiante de arquitectura y música en La Haya, que grabó nada menos que junto a Eric Dolphy su Last Date de 1964; siguiendo por el baterista holandés Han Bennink, conocido por la improvisación libre o el free jazz en la mejor tradición europea, que además, demuestra ser un profundo conocedor de la tradición neoyorquina. También integra la formación, al mando del fliscorno, el trompetista y académico Paul Smoker, de quien la revista Downbeat declaró: “Paul ha tomado todo el mundo que lo rodea y lo ha puesto en su trompeta. El resultado es una de las músicas más expresivas, personales y originales que se hayan escuchado jamás”. La ejecución de Hot house es un ejemplo de lo que supera y arrasa al oído con una vertiginosidad sin límites. 

Charlie Parker Project irrumpe en la escena del jazz no solamente como un grupo de músicos brillantes que re versionan clásicos de Birdie, sino también y principalmente como el germen de una declaración de principios: si la memoria abreva en la historia de la tradición como un homenaje y una coda al mismo tiempo, pero también como una apertura, es necesario hacer de esa historia un culto continuo.

En la literatura universal Shakespeare es el centro del canon tanto como en el jazz la figura de Parker aparece como ineludible. Es indudable su influencia en músicos como Miles, Mingus, Dolphy, Jarrett, por mencionar sólo algunos de los nombres que giran alrededor del bucle creado por Birdie. Sin embargo, Braxton fue el que mejor lo escuchó, o cabe decir, lo leyó. Si el agón es un concepto que, entre otros, podría ser traducido como una lucha de poder, el músico de Chicago ejerce un revisionismo histórico sin precedentes con la figura armónica del saxofonista de Kansas como emblema. 

En el año 2018 Anthony Braxton edita en el sello Braxton House una caja de once discos titulada Sextet (Parker) 1993, producto de una gira europea en la que tocó y grabó composiciones de Bird. En la oportunidad, se agregan Ari Brown en saxofón tenor y soprano, Joe Fonda en bajo y Pheeroan akLaff en batería. Allí se puede escuchar la bella interpretación de Quasimodo, a un Paul Smoker y un Braxton tocando al borde del parnaso la clásica Koko, en una versión arrolladora, y la fantástica Yardbird Suite

La estrella del norte, Parker, es tanto el bucle mayor por el que gira el canon del jazz como la médula de la historia a la que hay que volver, una vez y otra. Si para Walter Benjamin, revisar la historia es reconciliarse con nuestro estado originario para experimentar a partir de ese germen, Anthony Braxton es el que cierra ese metarrelato en la historia del jazz, asumiendo su condición de flaneur, deteniéndose, cada tanto, para recordar de dónde viene pero también hacia dónde va.

Ritual y espectros

Alguna vez le preguntaron a Keith Rowe cómo definiría su ejecución con la guitarra, a lo que respondió: “mi forma de tocar, podría decirse, es un acto pictórico”. Hijo de la pintura y la improvisación, Rowe fue miembro fundador de la AMM, grupo que contó entre sus filas con el percusionista Eddie Prévost, el saxofonista Lou Gare y más adelante, con el pianista y compositor de música experimental Cornelius Cardew. El grupo irrumpió en la escena europea a mediados de los sesenta, también fue un creador de un lenguaje nuevo, construido ladrillo por ladrillo a caballo entre el lienzo y la pintura, entre la hoja y el lápiz, entre la ejecución de los instrumentos y la pura intuición. Los elementos del lenguaje pictórico coinciden con los de la música: color, brillo, espacio, materia, textura, movimiento, son solamente algunos conceptos que se utilizan para describir un estado del arte en una situación determinada.

Entonces los interrogantes surgen: ¿de dónde provienen esos estados por los que aparecen estos elementos? Braxton responde: “necesito músicos que puedan interpretar partituras muy complejas, o que puedan funcionar sin partituras, o que puedan tocar partituras gráficas o gestuales… necesito gente que no esté limitada a un solo lenguaje”. El artista genera así una escuela en donde los músicos buscan ese color, ese brillo y esa textura: el cornetista Taylor Ho Bynum, Ingrid Laubrock y Mary Halvorson -saxofonista y guitarrista respectivamente- y, seguramente el más importante de todos y menos nombrado, como suele suceder, el excelso contrabajista y compositor Carl Testa -cuyo trabajo como líder merece un capítulo aparte- son sólo algunos nombres elegidos por el maestro con el objetivo declarado de adentrarse en ese universo de elementos que es necesario incorporar para escapar del único esquema de la partitura.  

Dentro del arco espectral que abarca desde sus inicios hasta sus sesiones más recientes, Braxton vuelve a sus orígenes, pero esos orígenes ya no son más los de la tradición del jazz. Atrás quedaron, aunque no para siempre, tocar acordes de Parker, Monk, Brubeck, o cualquier músico enrolado dentro de la llamada tradición; atrás quedó, lamentablemente, el gran cuarteto con el que grabó el Willsaw (1991) y los dos sets de Santa Cruz (1993) grabados en el legendario Kuumbwa Jazz Center de los Estados Unidos, todos para la marca suiza hat ART. Ahora es necesario abrevar, al decir de Truman Capote, en otras voces, otros ámbitos.

Esas voces provinieron de los nativos americanos de Wesleyan, Connecticut. En el ritual Ghost Dance, la práctica nativa americana por excelencia, los miembros sobrevivientes de las tribus nativas americanas intentarían comunicarse con sus antepasados ​​a través de danzas-fantasma trascendentales. Braxton, literalmente, se interna entre ellos, aprende de sus rituales, observa los espectros entrar en trance, salir y dispersarse, aprende de sus músicas. De esas prácticas nace el Ghost trance Project (GTM), una nueva perspectiva de concebir su obra, una práctica holística mayor aún, si eso es posible. 

Desde un ritual que consiste en una melodía sin principio ni fin, una corriente de conciencia que sirve como vía central para adentrarse hacia lo desconocido, la muestra definitiva de la GTM (según palabras del propio Braxton) llega con la monumental 9 Compositions (Iridium) 2006. Se trata de la interpretación en directo, durante una semana, de nueve composiciones escritas y dirigidas por él y otros doce músicos. El material, interpretado en el Iridium neoyorquino es disímil, brillante y emotivo. Lo acompañan, entre un plantel de lujo: Nicole Mitchell en flauta, Jessica Pavone en viola y, por supuesto, en contrabajo y en clarinete bajo, Carl Testa, el músico que, parafraseando una expresión de Miles Davis sobre Clifford Brown, mira por encima del hombro, en las sombras, atento a que la perfección desmesurada del maestro llegue a buen puerto. 

Es en esta práctica holística donde la matemática cobra importancia a caballo entre la partitura y lo intuido. Cada composición de GTM integra asimismo otras cuatro composiciones secundarias que pueden insertarse en cualquier momento, en función del deseo de los intérpretes. La improvisación, entonces, pasa a otro plano, a la pura intuición del músico de insertar una estructura sobre otra; la composición, es un objeto de deseo suspendido en algún lugar de la memoria, el mismo espacio donde, también, alberga y contiene la tradición. Improvisar, desde este punto de vista, ya no guarda relación con el contenido, es decir, con la pregunta, qué toco, sino con el tiempo, la espera. 

Este sistema, dice el músico de Chicago, es mi forma de reafirmar la tradición, es la casa de Shala, el número Uno, el sitio en el que el sujeto y la experiencia acontecen y producen un estado de trance continuo del que surge una experiencia de ejecución para el músico y una experiencia de transformación para el oyente.

Walter Benjamin decía que la mercancía nunca fue desligada del concepto de arte. La música de la Ghost Trance Music llevó a Braxton hasta la ruina económica; sus discos, lejos de descatalogarse, aún figuran en muchas páginas de venta online, a la espera del atrevimiento del oyente.

En el ámbito del diseño, decía Boris Groys, la ética se convirtió en estética, en forma, o, lo que es lo mismo, la moral en belleza. Esto que podría haber funcionado para Davis, Ornette, el mismísimo Trane y otros tantos, no repercutió en el campo en el que ese arte-facto continuaba, una vez editado, reproduciéndose, generando cambios de rumbo en la escucha de un público siempre ansioso que acudía a bares, teatros, escenarios.  

Para el músico de Chicago parecería que perseguir la belleza no era sinónimo de generar un arte que se transformara en público, sino, más bien, una in-estética destinada a lo privado, lo solitario. Miles Davis dejó atrás ese timbre furioso y esa catarata de notas de las sesiones de Birth of the cool para pasar al legendario primer quinteto con la consigna “menos es mejor”. Mingus no sostuvo los ataques orquestados de Better Git It in Your Soul o Pithecanthropus Erectus en sus últimas grabaciones de los volúmenes de Changes I y II, donde la mesura y lo melódico se imponen por sobre la agresividad pasada. Tal vez la estética de Anthony Braxton, obsesionado más por la abstracción y el salvajismo y atendiendo a la cultura del ritual de sus ancestros, sea la de una ofrenda, un don que obsequia, inducido por la futilidad de lo público, a un dios solitario.

Foto de portada de Edu Hawkins. Foto de Geert Vandepoele. Otras imágenes y videos de sitios públicos de internet. Producción audiovisual de Carolina Ramírez – Secretaría de Comunicación Institucional de la UNVM.

Icono fecha publicación  5 de septiembre de 2024

Diego Sampo

Diego Sampo lee y escribe permanentemente. Realizó estudios de literatura, artes y música. Publicó en medios nacionales e internacionales, principalmente escritos sobre poesía, artes y estética del jazz. Tiene dos novelas aún inéditas. Va y viene de un lugar a otro dictando cursos o charlas sobre escritura, lectura y artes.

diegosampo8@gmail.com

Facebook

Universidad Nacional de Villa María

Secretaría de Comunicación Institucional
Bv. España 210 (Planta Alta), Villa María, Córdoba, Argentina

ISSN 2618-5040

Ir al contenido