Si un cuerpo humano fuera un poema ocuparía seiscientos veinticinco gigabytes de archivos de Microsoft Word redactados con tipografía Times New Roman en cuerpo 12 con una línea y media de interlineado como mandan los concursos de literatura y los manuales de estilo de las publicaciones académicas. Todo poema es una declaración de guerra. Hay dos escuelas entre los que han leído el canto de los genes: algunos sostienen que sólo el siete por ciento de esos versos contienen la receta para hornear un bebé y el resto es basura. Otros dicen que no entienden la letra, pero algo se dice ahí. Un ocho por ciento de nuestro material genético son virus fósiles. Reliquias de nuestras primeras muertes masivas allá arriba de los árboles e incluso anteriores. Cien mil retazos de treinta familias diferentes de retrovirus y entre ellos el abuelo del ébola. Se dice que una anciana infección virósica permitió la reproducción placentaria. El descubrimiento de un pequeño mamífero de la familia de las musarañas que vivió en la China hace ciento treinta millones de años nos dice que un virus “crackeó” nuestro sistema inmunológico y permitió el salto desde las bolsas reproductivas de los primeros marsupios hacia el nido esponjoso de la humanidad. Sin placenta no habrían sido posibles nuestros cerebros gigantes. Otros estudios sostienen que antiguos virus serían además los responsables del dimorfismo entre machos y hembras, la diferencia entre la fibra muscular necesaria para el arado y la espada y el tejido graso de las mamas y las caderas. El sexo podría ser un virus del espacio exterior. Si un cuerpo humano fuera una obra de arte conceptual estaría compuesta por tres baldes de agua, otro con tres cuartas partes de cal salpimentada con azufre, potasio y magnesio, tres clavos medianos de hierro, la cabeza de un fósforo y poco más. Toda obra conceptual es una declaración de principios: memento mori. Esa maravilla de la biología, de la física disfrazada de química, que se refugia en la caverna platónica de Instagram para evadir la angustia de un telegrama llamado SARS-CoV-2 es apenas una estación de peaje en el ciclo del carbono. Alma a quien todo un dios prisión ha sido/ venas que humor a tanto fuego han dado/ médulas que han gloriosamente ardido, dice Quevedo en “Amor constante más allá de la muerte”.
Todo virus es un envío postal. Una carta sin amor ni odio que nos llega desde la oscura noche de los tiempos.
Sí, todo virus es un envío postal. Una carta sin amor ni odio que nos llega desde la oscura noche de los tiempos. La cadena ribonucleica de un coronavirus puede almacenar más o menos la misma cantidad de información que un diskette. Los menores de cuarenta pueden guglear qué es un diskette o visitar un museo de arqueología digital en línea. El evangelio del SARS-CoV-2 puede resumirse en un verso: id y multiplicaos.Durante los noventa minutos que llevó la redacción de este texto cada unidad de SARS-CoV-2 alojada en una célula pulmonar se replicó doce mil quinientas veces. Desde el descubrimiento del virus del mosaico del tabaco en 1895 por Martinus Willem Beijerinck –a él debemos el nombre “virus” para las toxinas de base orgánica “al borde de la vida- nadie ha podido decir con firmeza qué es un virus. Si está vivo o no. Si andan por ahí como bocetos descartados en el camino entre las células con y sin núcleo. La ciencia es un campo de batalla en la guerra por el sentido. Sentido en todas sus acepciones: dirección, significado y compromiso emotivo. Mientras bombardeamos el SARS-CoV-2 con agua tónica -el arcano remedio contra la malaria, la abuela del dengue- agua con burbujas de grasa y sodio, alcoholes diluidos y otras pociones nos preguntamos qué vino a decirnos. Nada que no sepamos y todo eso que no queremos saber. El 22 de diciembre de 1947, un tal Wendell Meredith Stanley -experto en gripes durante la Segunda Guerra Mundial- dio un reportaje a la revista Chemical and Engineering News con motivo del recién obtenido Nobel por sus estudios sobre las proteínas de los virus, la investigación que dio inicio a los test tan mentados hoy. Dijo que cualquier cepa que mutara rápidamente -cosa que hacen todo el rato- podría matar millones en muy poco tiempo a partir del desarrollo de la aeronavegación. En 1947 el cruce entre Estados Unidos y Europa todavía se realizaba en barcos de línea. Recién el 14 de julio de 1948, seis reactores De Havilland fueron los primeros en saltar ese charco con pasajeros. En 1982 un tal James Graham Ballard publicó el cuento “La Unidad de Cuidados Intensivos” en su libro “Mitos de un futuro cercano”. En esa narración la peste, el fin del mundo conocido, la raíz distópica no tiene mucho valor, pero sí algo que nos importará en breve ¿Cómo serán nuestros lazos después de esto? Ese mundo imaginado por Ballard está compuesto por personas que sólo podían comunicarse por televisión. Los menores de cuarenta pueden guglear el significado de “televisión”. El héroe ha sido separado de su esposa e hijos y su odisea consiste en tratar de verlos en persona. El desenlace es catastrófico. En palabras de Ballard ellos no pudieron soportar la sobrecarga emocional de “exponerse” a los otros. La deconstrucción del propio cuerpo en un código cifrado o en cantidades de elementos inorgánicos es un buen ejercicio para colgar al sol eso que llamamos identidad y voluntad. En este momento los cuerpos de quien suscribe y lee son territorios habitados por entre treinta y siete y cuarenta y nueve billones de bacterias más un número no precisado de hongos. Alrededor de dos kilos de cada masa corporal. De alguna forma ellos también repiten otro verso de Quevedo: nadar sabe mi llama la agua fría.
Foto de portada de sitios públicos de internet.
2 de junio de 2020

Gastón Ribba
Es redactor publicitario, periodista y productor de contenidos. Ejerció como director creativo en agencias de publicidad de Córdoba. Tuvo a su cargo campañas para productos de consumo masivo a nivel nacional y sudamericano. Participó en campañas electorales y de comunicación de gestión de gobierno en distintas provincias y asesoró a ministerios nacionales. Es autor del libro La economía de la soledad (Caballo Negro-Recovecos, 2018).