Cuento

El aniversario
por María Alicia Favot

En la casa de Francisco Motta, el intendente de Las Jarillas, el aire se hacía más denso a medida que avanzaba la tarde. Los preparativos para la cena de bienvenida al gobernador de la provincia, Ernesto Lubina, eran caóticos: todo el tiempo entraba y salía gente acarreando cajones de botellas y tablones para armar las mesas. El pueblo entero estaba en vilo, entusiasmado porque esa visita daba inicio a los festejos del centenario. Pero Motta no podía disimular que para él aquella cena venía a ser un trámite obligado. Hombre petiso, rechoncho, bastante corto de palabras, había regenteado tres cabarets en diferentes pueblos antes de candidatearse a la intendencia de Las Jarillas. Del último club nocturno se había llevado de recuerdo una pupila, Mariela, ahora su esposa, que le aguantaba los berrinches y el mal humor a cambio del status de primera dama. Cuando ella o cualquiera de sus subordinados se zafaba un poco, Motta sabía encarrilarlos con alguna de sus dos frases favoritas: “a mí no me la van a venir a contar” y “cuando ustedes fueron, yo fui y volví tres veces”. Pero con el gobernador no le sería tan sencillo.

Ernesto Lubina era un poco más formado y de otro signo político. Había entre las dos autoridades una fingida cortesía y un desprecio mutuo, aunque en esta ocasión al gobernador no le había quedado más remedio que prometer su asistencia, y a Motta que ofrecerle su casa para alojarse, ya que el hotel más cercano estaba a cincuenta kilómetros por camino de ripio y se preveía que las celebraciones terminarían muy tarde como para regresar por tierra. Por aire no era una opción, tomaba dos horas llegar al aeropuerto más cercano.

A unas calles de distancia de la casa donde seguían apareciendo hombres y mujeres dispuestos a colaborar en lo que fuera, vivía la señorita Victoria Medina, maestra del séptimo grado de la única escuela de Las Jarillas, a la que —desde el partido— se había propuesto cambiar el nombre por el del intendente Don Francisco Motta. El jardín que bordeaba la entrada de su casa estaba adornado con cisnes de yeso heredados de su madre, comprados en la feria del cincuentenario de Las Jarillas. En sus lomos sostenían con dignidad macetas con petunias. Como no había chicos, ni animales que lo arruinaran, el césped parecía un pequeño lago verde. Al igual que en su vida, en casa de la docente todo era de una pulcritud casi intimidante. Pero si bien podría suponerse que esa disciplina férrea para mantener el orden era un atributo imprescindible para ejercer de maestra en un séptimo grado, Victoria sabía relajar las exigencias cuando era necesario y eso la hacía querible no sólo entre el plantel docente y las autoridades de la escuela, sino entre los mismos alumnos, para los que podía ser “la seño” con la que contar.

Aunque seguía soltera y ya bordeaba los cuarenta y pico, nunca había abandonado la esperanza de ser la protagonista de un romance como el de Un lugar llamado Notting Hill, película que había visto al menos cinco veces y en todas había llorado. Pero en el pueblo, por más que observara, no había nadie que pudiera cumplir el rol de novio y futuro esposo. No porque ella fuera exigente en cuanto al aspecto físico o la posición económica sino porque los varones de la localidad estaban casados o eran changarines semianalfabetos, que mal podrían apreciar la belleza de un poema de Oliverio Girondo, como aquel Nocturno que recitaba de memoria. ¿Alguna vez encontraría a un ser que se preguntara por la intención de los papeles que se arrastran en los patios vacíos, que supiera a qué recuerdan los aullidos de los gatos en celo, que estuviera a su lado cuando las luces trasnochadas se apagaran para dejar a la humanidad todavía más abandonada? Suspiró profundo y luchó contra el asomo de nostalgia que a las cinco de la tarde, cuando todo estaba en su lugar y no había más nada que hacer, la abarcaba entera.

Miró a su alrededor comprobando por enésima vez la disposición de sus preparativos para el acto: se había comprado zapatos nuevos y el guardapolvo planchado colgaba de una percha frente al espejo. Tenía resuelto acostarse temprano, aunque por la emoción que la embargaba, era de prever que en su momento acudiría a la ayuda de una medida de Jack Daniels para conciliar el sueño. Reservaba para ocasiones especiales ese whisky carísimo que le habían regalado sus colegas cuando cumplió los cuarenta. Si se ponía a pensar, no podía creer que hubiera cambiado de década, ¿acaso creía que los treinta nunca iban a terminarse? ¿Cómo es que habían pasado tan rápido que la gente que no la conocía la llamaba “señora”? Para ostentar ese título, antes debía encontrar un novio, algo en lo que cifraba cada vez menos esperanzas y podría decirse que estaba a punto de resignarse a seguir siendo soltera por el resto de sus días. Anclada en ese territorio árido, el tiempo se hacía de chicle sin tareas entre manos, por lo que se le ocurrió que la mejor manera de distraerse era mirar la serie de Netflix que la tenía enganchada; desde que en el pueblo había internet, la señorita Victoria Medina había sido una de las primeras abonadas y a veces sospechaba, acertadamente, que se estaba volviendo adicta. Acomodó los almohadones del sillón, corrió las cortinas para evitarlas miradas indiscretas de los vecinos y encendió la tele; la penumbra del cuarto se hizo tan acogedora que sintió que el escandaloso Francesc Orella, el profesor de filosofía catalán que protagonizaba la serie, le hablaba al oído.

No haría ni quince minutos que Merlí había empezado, cuando la maestra escuchó música y carcajadas. Se levantó del sofá y descorrió un poco las cortinas: la murga del pueblo ensayaba su actuación por las cuatro calles asfaltadas. Pudo reconocer a Leo, uno de sus alumnos más problemáticos, vestido de frac y galera, derrochando hormonas en esas sacudidas frenéticas. Ojalá fuera ella una adolescente para vivir todas sus fantasías lejos de la pantalla de la tele. Dejó pasar la murga y volvió a la serie; ya oscurecía cuando se dispuso a comer una ensalada de huevo duro y una Coca light, imponiéndose el esfuerzo de abandonar la segunda temporada de Merlí para mirar el noticiero. Así se enteró de que para el acto del día siguiente, vendría la Banda de Música de la Policía Provincial, la misma que había escuchado en la Capital, frente a la Casa de Gobierno, cuando tuvo que ir a hacer un trámite. La habían emocionado tanto los uniformes prolijos, la disciplina, todas virtudes improbables de encontrar en otro grupo humano que no fuera la policía o el ejército.

En las antípodas de esos envidiables atributos sobre los que reflexionaba la docente, los “soldados” de Motta, como le gustaba llamarlos al mismo intendente, no eran eficaces si no trabajaban bajo presión, es decir, marcados de cerca por las puteadas del jefe, que venía a ser él mismo. Ahora recorría la casa dando órdenes, aunque no lograba cambiar demasiado la dinámica de los eventos, que —comprobaba impotente— se ordenaban por sí mismos con la lógica del despelote.

Ya oscurecía y un puntero todo terreno preparaba el fuego para el asado, mientras otros tres, los brazos cruzados sobre las panzas enormes, fumaban y conversaban con aire de gravedad digno de una reunión de gabinete, aunque a medida que las botellas de Quilmes se iban vaciando, el ambiente se distendía con anécdotas que desataban risotadas y hacían temblar los vasos. El tema de conversación preferido de los acólitos de Motta (a espaldas de él, desde ya) giraba alrededor de su encono hacia el gobernador, sobre todo porque ambos habían empezado sus carreras compartiendo el mismo espacio político. A la primera interna que perdió, Motta resolvió cambiarse de bando. Pero en el nuevo partido los afiliados lo miraban con desconfianza y en el que había abandonado Lubina se fue fortaleciendo. La prueba de quién había sido más astuto estaba en el hecho de que uno había llegado a gobernador y el otro a intendente del pueblo más pobre de la provincia. A la angustia de esta desventura política le sumaba puntos la estatura de Lubina (que era un tormento para el metro cincuenta y dos del jefe comunal) y la facilidad con que el cargo jerárquico del otro atraía a las mujeres sin que tuviera que pagar la compañía.

Temas todos que muy poco le importaban a Evaristo Valbuena, suboficial músico de la Banda de Música de la Policía Provincial, a quien las mujeres lo tenían sin cuidado, no porque no le gustaran, sino porque era una forma de lidiar con su poca suerte con ellas. El amor más ardiente que había conocido era con la música, y ahora ensayaba con su trombón a quinientos kilómetros de Las Jarillas para el acto del centenario. Aunque vivía solo en un hotel que tenía convenio con la institución policial y no necesitaba más que melodías y un pequeño sueldo para disfrutar de la vida, sus aspiraciones en otra época habían estado en el Carnegie Hall. Pero esa historia pertenecía al pasado: un accidente en las rutas provinciales lo había dejado huérfano a los diecisiete, con un trombón brillante como única herencia. Fue gracias a su tío policía que después de terminar el secundario pudo ingresar a la banda y de a poco fue subiendo de grados hasta llegar a ser el trombón oficial desde hacía dos décadas.

Ese oficio conllevaba una vida de privaciones y gustos simples que amaba, así como los viajes en el micro destartalado que llevaba a la banda a recorrer las rutas y caminos de la provincia. Por eso estaba feliz ya que en unas horas viajarían toda la noche para llegar al corazón del departamento, a un pueblito abandonado a su suerte que por primera vez recibiría los acordes de una banda de música profesional.

Antes de preparar el bolso con una muda de ropa, Evaristo colocó sobre el atril la partitura del Concierto para Trombón y Orquesta de Launy Grondahl, cerró los ojos y apoyó sus labios gruesos sobre la boquilla del instrumento. Los primeros compases y la brillantez del canto borraron los límites del cuarto hasta transformarlo en una maravillosa sala de conciertos. Se le hizo un nudo en la garganta imaginando los aplausos que lo remontaron a los sueños de su adolescencia, cuando sus padres, ambos profesores, pagaban con esfuerzo por sus clases de música.

―¿Falta mucho, jefe? ― Sudando por el calor de la parrilla en la casa de Motta, el puntero acomodaba la choriceada lejos de los carbones encendidos. El asado estaba listo y el hombre ya no sabía qué malabarismos hacer para evitar que se resecara.

―Con las rutas como las tiene este inútil — contestó el intendente—, capaz que llegue a las tres de la mañana.

Finalmente, y con sólo una hora y media de retraso, apareció el gobernador acompañado por el chofer y dos amigos. Fiel a su estilo, no se molestó en disculparse ni en presentar a sus acompañantes. Estrechó la mano tendida del intendente y aprovechando que le sacaba una cabeza, pasó un brazo sobre sus hombros y lo condujo hacia el interior de la casa, como si fuera el dueño.
Cuando llegaron al quincho donde estaban las mesas puestas, Lubina ―ignorando la silla que los ayudantes de Motta le corrieron para que se sentase―, se dirigió directamente a Mariela, que estaba ubicada en la cabecera, al lado del lugar reservado para su marido.
Con una sonrisa y un piropo discreto que sin embargo hizo que a Motta le subiera la presión a dieciocho, se instaló ahí, dejando a su contrario descolocado frente a los suyos. El ruido de la cumbia que sonaba desde el altoparlante en un extremo del patio, pareció congelarse por unos segundos hasta que al final alguien dijo:

―Bueno che, que el asado se enfría― y todos ocuparon sus lugares.

El parrillero apareció con las bandejas y los comensales aplaudieron, lo que animó a Motta quien se puso de pie para decir unas palabras, pero entre su baja estatura y el barullo nadie lo advirtió ni le dio lugar, así que tuvo que simular que se había levantado para alcanzar una botella de tinto y se sirvió un vaso hasta el borde. La cena transcurrió animada por los chistes del gobernador, que todos festejaban ruidosamente, salvo Motta que parecía estar con la cabeza en otra parte y sólo era capaz de hacer unas muecas a modo de cumplido. Con el bombón helado se ofreció champán, lo que demoró la partida de algunos invitados, que no querían desperdiciar nada. Al retirarse los últimos comensales, el intendente se puso en pie con ansiedad pensando en el desquite: no tendría el cargo ni la altura del gobernador pero sí tenía a Mariela. Que Lubina se hiciera una buena paja. Aunque fuera de todo lo que podía prever, la muy puta le arruinó los planes al invitar al titular del ejecutivo provincial, su excelencia Don Ernesto Lubina (así le dijo, su excelencia), a fumar junto a ella un cigarrillo debajo de la parra.

Se me van los dos para el oscuro, carajo, se amargó el intendente, pero ¿qué iba a hacer? ¿Seguirlos sin haber sido invitado?
Mascando bronca, no tuvo más remedio que despedirse formalmente y rumbear para el dormitorio.
Dispuesto a declarar la independencia del pueblo y la guerra a la provincia en caso de ser necesario, daba vueltas en la cama sintiéndose tremendamente humillado. Cuando al fin escuchó a la turra, que entraba en puntas de pie y se metía entre las sábanas, la increpó:

―¿Por qué carajo no me invitaste?

―Porque vos no fumás― dijo ella bostezando y eso fue suficiente provocación: se le tiró encima tapándole la boca con una mano y la llenó de rabia contenida. Cuando acabó, vio a su esposa levantarse con indiferencia e ir al baño a lavarse, como hacía en el prostíbulo, mientras él resoplaba como un toro, sudando toda la sábana y con el corazón a punto de reventarle.

Al día siguiente se levantó decidido a encontrar en la cara de Lubina un gesto que lo delatara, que dejara en claro la traición (y no estaba pensando en términos políticos).
Mientras ambos tomaban un café recalentado, se medían en silencio, uno a cada extremo de la mesa, los codos apoyados en el mantel de hule y con los ladridos de los perros revolcándose en el patio como música de fondo.

—¿A qué hora es que empezamos?— rompió el hielo el gobernador.

—En un rato nomás, y cuídese de lo que diga en el discurso, en este pueblo nadie quiere demasiado a su gobierno— lo desafió el intendente.

—No tengo la misma versión, pero si le jodía que viniera, no me hubiera invitado— dijo Lubina.

—No había otro remedio— murmuró con voz ronca el jefe comunal — Es el centenario.

Fue el momento en que la charla se detuvo, no porque alguno de los dos se obligara a reflexionar o se invitara a la prudencia, sino porque Mariela entró a la cocina. La bata de dormir dejaba asomar el inicio de los senos. Se sentó entre los dos hombres, prendió un cigarrillo y los miró a través del humo.

—Escúchenme— les dijo con una confianza que le confirmó a Motta que su mujer conocía al gobernador desde antes que a él—, hoy no se pueden portar como pendejos, tienen que mostrarse unidos, el pueblo cumple cien años y a nadie le importa un carajo a qué santo le reza cada uno, lo que la gente quiere es un poco de alegría. Acá sólo hay viento y tierra― agregó con la vista perdida detrás de los vidrios de la ventana de la cocina.

Los hombres evitaron mirarse, el sermón los había avergonzado un poco y no se atrevieron a replicarle. Había algo de madre en Mariela que los cohibía y los hacía sentirse pequeñitos.

Entre tanto, detrás de la estación de ferrocarril, a la que hacía años no visitaba ningún tren, estacionó un ómnibus del ejército, del que fue bajando una escuálida representación de sus secciones: El Batallón de Ingenieros de Montaña con sus fusiles deslucidos, El Batallón de Esquiadores, todos de blanco y portando esquíes centenarios, los del Batallón de Artillería, con máscaras antigás que parecían salidas de la Segunda Guerra. En total serían cincuenta soldados, enviados por el Comando en Jefe como muestra del poderío del Ejército Argentino, que venían a encabezar el desfile.

Para las dos de la tarde, luego de un almuerzo regado por varias botellas de vino, intendente y gobernador salieron de la penumbra de la casa a la vereda y el sol tibio del otoño los encandiló. Estaban más para siesta que para acto público pero caminaron las cuadras que los separaban del palco, lo más derechos que su estado de ebriedad les permitía, con Mariela detrás. Ella, abstraída, miraba a la gente que se amontonaba para tironearle de las mangas al gobernador pidiéndole las cosas más variadas: la libertad de algún preso, un pasaje en colectivo para hacer un trámite en la Capital, un subsidio, una casa, justicia. El gobernador, con una sonrisa beatífica, les decía que sí a todos y anotaba los nombres en papelitos que luego viajarían desde su bolsillo hasta el tacho de la basura.

El intendente se había ido rezagando detrás de la horda de pedigüeños. Ligeramente ofendido por el protagonismo del otro, ya caminaba incluso detrás de su esposa, buscando alguien que lo saludara, aunque sólo obtuvo un escupitajo a sus pies que no lo tenía como destinatario pero que involuntariamente aterrizó cerca, provocándole aún más irritación. A medida que se acercaban al palco, se escuchaba potente la voz del locutor, y para cuando subieron, aturdía enfatizando las erres hasta la exasperación: “Les damos la bienvenida al excelentísimo señorrr gobernadorrr de la provincia, Don Ernesto Lubina, al excelentísimo señorrr intendente, Don Francisco Motta”, y así seguía con todos aquellos excelentísimos que presentar, mientras la Banda de Música de la Policía Provincial arrancaba con un entusiasmo inigualable, y la gente se agolpaba frente al palco para ver de cerca a tanto famoso junto.

Aunque a la señorita Victoria Medina le apretaban los zapatos nuevos, se la veía estoica, de pie junto a sus alumnos, esperando lo que más la atraía: el inicio del desfile luego de que hablaran por turno el gobernador, el intendente, el primer director de la escuela de la zona, el del Programa Municipal de Ferias de Ropa Usada y una larga serie de personalidades notables.

El suboficial músico Evaristo Valbuena, que estaba cerca de ella, ponía todo de sí tocando en el trombón el Feliz Cumpleaños y otros éxitos populares. Tanto que un hilo de sudor le corría por la sien y se absorbía en el cuello deshilachado de su camisa. No podía imaginar, claro está, que aquel detalle sería observado en unos instantes por la maestra distrayéndola no sólo de las tenazas que le apretaban los pies, sino de la disciplina que intentaba imponer en los chicos a su cargo, que con esa repentina libertad de acción, o tal vez acusando a su modo el cansancio de toda esa jornada de nervios, comenzaron a desbordarse. La fila fue abandonada para ir la vereda y algunos, los más osados, se atrevieron a molestar a los miembros de la banda haciéndoles cosquillas en la nuca con ramitas. Tomaban sus “instrumentos de tortura” del olmo inmenso que había en la esquina de la avenida, donde recostado en el tronco, dormía el borracho del pueblo, que ese día había tenido la decencia de meter la botella de vino dentro de una bolsa de nylon para no hacer pasar vergüenza al intendente.

Excitada con el descubrimiento del detalle del sudor, y al borde del desmayo por el dolor de pies, Victoria comenzó disimuladamente a descalzarse; primero un zapato, luego el otro mientras el viento norte soplaba cada vez más fuerte, llevándose a los álamos cercanos las cintas de papel descoloridas, las banderas de plástico y los globos. Por fin, le tocó el turno a los discursos.

La maestra aprovechó los aplausos para levantar los tacos y meterlos disimuladamente en su bolso hasta que terminara el acto, acción que fue contemplada por el suboficial músico, quien se dispuso a esperar el cruce de miradas con una sonrisa que a la docente le sorprendió y le hizo pensar cómo sería estar casada con él. Se imaginó que compartían la mesa, que salían a caminar por las bardas en una noche de luna, que él le daba un beso. No mucho más; su castidad limitaba la imaginación, pero sentía claramente que estaba perdiéndose algo importante mientras el hombre del trombón la miraba con simpatía, el viento no daba tregua y los perros de la calle se montaban en una celebración indecente aunque a tono con la excitación general.

Evaristo Valbuena tampoco había encontrado a nadie que lo acompañara en la vida pero creía en el destino y en que las cosas suceden en el momento justo, así decidió que al finalizar el acto y cuando se desconcentraran le hablaría; quizá una invitación a tomar mate a la orilla del río, del otro lado de la ruta, fuera el comienzo de algo bueno.

Mientras esto sucedía abajo, en el palco se ponía en marcha un mecanismo de desgaste entre el gobernador y el intendente: el primero, condescendiente al hacer su discurso, habló bien de su anfitrión, lo que le hizo pensar a Motta que lo estaba utilizando para robarle votos en las próximas elecciones, y como éste no tenía tanta facilidad de palabra y el tinto aún circulaba por su sistema sanguíneo, cuando le llegó el turno logró articular a medias un discurso en el que retribuía las amabilidades pero a su vez efectuaba reproches, pases de factura (así los llamaba Lubina). Por fin llegó la hora de una de las actividades más importantes de la fiesta: la coronación de la reina.

Motta, en su carácter de intendente del pueblo por primera vez centenario, tenía que coronar a la “Reina del Orujo” (a la chica no le había quedado más remedio que conformarse con esa corona, ya que la de “Reina de la Vendimia” la acaparaba Mendoza). La futura majestad, que reinaría durante un año representando a Las Jarillas en cuanta fiesta o acto oficial hubiera, había sido entrenada con rigor por su madre y su abuela en la importancia de la actitud, por lo que, cumpliendo con el mandato de estar perfectamente erguida, “los hombros para atrás”, como decía la abuela “el mentón alzado” como decía su madre, le hacía difícil al intendente alcanzar la altura de su cabeza. Y en eso estaba, en puntas de pie, tratando de acertar a la cima de la coronilla de la futura reina, cuando de reojo, al querer comprobar de dónde venía una risita que evidentemente iba dirigida a su estatura, observó la mano del gobernador rozando el muslo de su propia esposa. Motta soltó la corona a la mierda y sacó el arma que siempre portaba en la cintura. Disparó varias veces, enajenado de amor y de celos, de rabia por él y por la puta de su mujer. Disparó contra Lubina, pero el alcohol y la violencia de las emociones le hicieron torcer la dirección. La bala terminó destrozando la boquilla del trombón y con ella la boca y garganta de Evaristo Valbuena.

Luego del grito aterrador que cruzó la plaza, y el desbande generalizado de público y autoridades, Victoria se lanzó descalza a cubrir el cuerpo de quien nunca sería su novio, esposo ni amante y le acercó desesperada la boca a los labios, mientras los chicos de séptimo cerraban filas misteriosamente ordenados alrededor de la pareja, el intendente bajaba a los tropezones del escenario custodiado por la policía y el viento norte soplaba cada vez más fuerte en el grandioso silencio del aniversario.

Ilustraciones de María Alicia Favot.

Icono fecha publicación  3 de junio de 2021

María Alicia Favot

Nació en Bahía Blanca en 1957. Se formó en talleres y estudios de artistas plásticos de su ciudad adoptiva (Cipolletti, Río Negro) y en los talleres de dibujo y pintura del IUNA. Formó parte del grupo Odisea, un multitaller de pintura, letras y filosofía. Expuso desde el 2000 en muestras individuales y colectivas en nuestro país y en el Museum of the Americas (Florida, Miami-USA). La distinguieron con la “Perla de Mar” en el ciclo Arte Contemporáneo del Museo del Hombre del Puerto de Mar del Plata. Los vaivenes de la vida la llevaron también por el camino de la docencia, el derecho y la escritura. Actualmente ilustra  para la revista de arte y literatura Colofón y para Tanta Ceniza Editora.

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Universidad Nacional de Villa María

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Bv. España 210 (Planta Alta), Villa María, Córdoba, Argentina

ISSN 2618-5040

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