Bambina

Lo que escapa a los ojos
por Noelia Mansilla

Son las siete y veinte de la mañana. Bambina sale rápido de su casa. Se le hace tarde para llegar al trabajo, como nunca, así que corre por la calle persiguiendo al colectivo que acaba de abandonar la parada. Un taxista amigo pasa cerca y la observa esquivar con destreza los autos estacionados. Le grita loca, loca, sos una trucha, vos sí podés ver. Bambina se ríe y solo deja de correr cuando escucha el sonido del colectivo deteniéndose.

Se llama María de las Mercedes Zabala, pero todos la conocen como Bambina. Ella misma elige presentarse de esa forma hasta cuando responde los llamados telefónicos de la biblioteca donde trabaja. Así le decían sus abuelos descendientes de italianos.

La sonoridad particular que hay en Bambina se complementa con colores, texturas, formas y toda una Villa María invisible dibujada en su cabeza. Hay una madre y hay un río, también un hermano y un elefante de peluche. Cuando habla aparecen recuerdos que van y vienen y no se pueden contar de forma cronológica porque el tiempo en Bambina es acuoso y se deshace y tiene una madre, un río, un hermano y un accidente que la dejó sin visión a los quince. Hoy Bambina tiene 55 años.

 

Una madre

La tarde en la que conozco a Bambina nos encontramos en su lugar de trabajo, la Biblioteca Mariano Moreno de Villa María. Ingreso por la puerta trasera que da hacia la cocina, una mujer me recibe y llama a Bambina, mientras otra me observa sentada. De fondo se escucha el televisor encendido. Alguien por fin se acerca nombrándome entre los pasillos, es Bambina que parece mirarme directo a los ojos. Nos saludamos y se sostiene de mi brazo. En la biblioteca me señala lugares como si los estuviera viendo.

Ingresamos a una de las salas vacías y Bambina me hace un gesto con la mano para que tome asiento. Al rato empieza a hablarme de las cremas humectantes que usa, de productos Just y de su rutina facial con suero fisiológico y aloe vera. Cuando intento decir algo, contesta diciendo ajá, y sigue hablando como si las palabras le salieran de una bobina de hilo difícil de enhebrar en el primer intento. Natura es una cosa y Just es otra. Yo te muestro después la foto con los productos, me dice.

Pero a mí en ese momento no me interesa su skin care, me preocupa si seré capaz de decirle algo que la haga conversar conmigo. Por fuera sonrío, trato de concentrarme. Bambina sigue hablando, pero ahora de otra cosa. Me dice que sabe cuando alguien está impaciente, enojado o triste. Me sobresalta que haya salido con eso. Aclaro la garganta y la interrumpo unos segundos para darle aviso de que encenderé el grabador. Comienzo preguntándole sobre su familia.

Yo llevaba a Lucas al jardín sin soltarle la mano. Él fue entendiendo con el tiempo lo que significaba que su mamá fuera ciega.

Mi mamá se llama Desdémola Chesta. Mi mamá está a mi cargo. Te cuento así, rápido, contesta. Entiendo que algo aparece -¿o se oculta?-, en esa mujer con nombre casi trágico.

– Decís que tu mamá está a tu cargo, ¿por qué?

– Mi mamá tiene problemas cardíacos de alto riesgo, es hipertensa, tiene arritmia, entre otras cosas. Cuando pasaron los años, me tocó hacerme cargo de ella, de su estado de salud, de todo su yo.

Me tocó a mí, que fui la que menos recibió algo de ella en la infancia, dice Bambina, pero al instante necesita explicar que no se trata de reproches, que no lo tome por ese lado. Y al final agrega, recordando las palabras de su abuela, que la vida es una bola que da vueltas y vueltas.

– ¿Tenés hermanos?

– Somos cuatro hermanos. Una se llama Adriana, tiene 61 años; le sigue Tomasito, que hace más de 30 años falleció en un accidente de trabajo; después estoy yo y por último mi hermano Mauricio que vive hace 28 años en Estados Unidos. A mi mamá le preocupa que yo no vuelva a casa, que la deje sola. Mauricio viajó por el mundo escapando de la vida, viene una vez al año; Adriana se dedicó al arte. Entiendo que cada uno supo a su manera escapar de la situación.

Le pregunto a Bambina cómo fue su infancia y la de sus hermanos, me intriga saber por qué debieron escapar y de qué.  Ella acerca el dedo meñique a la comisura de su boca y lo deja ahí, dibujando círculos. Con el correr de las horas, descubro que es un gesto común en Bambina cuando piensa.

Dice que hay cosas sobre la relación de sus padres que nunca supo bien y algunos secretos que Desdémola empezó a revelar de a poco, recién ahora, por temor a irse de este mundo con el corazón pesado. Bambina no recuerda cómo era su padre porque no lo conoció, pero cuenta que sus hermanos varones salieron rubios con ojos claros, mientras que ella y su hermana tienen los ojos marrones.  Se ríe y agrega que, al menos hasta ahora, sabe que todos son hijos del mismo padre.

Nosotros nos criamos prácticamente solos, porque cuando mi mamá se alejó de mi papá empezó a trabajar día y noche para criarnos, dice Bambina. Así fue cómo cada hermano hizo lo suyo. Tomasito empezó a trabajar a los 11 años en el campo, mientras la hermana mayor, Adriana, y el menor Mauricio, eran criados por la abuela. A los ocho años, Bambina se fue de su casa materna y se mudó con unos nonos a los que cuidaba. Dice que con ellos veía tele, comía lo que le gustaba, iba a la escuela.

En su convivencia con Desdémola, después de tantos años, Bambina asume el cuidado de su madre como un deber irrevocable.

– Convivir con la vejez no es fácil, pero yo lo voy a hacer hasta el final, es un compromiso de vida y no la quiero llevar a un geriátrico. Se invierten los roles cuando llega la vejez, yo soy ahora la que le pone límites y quien la escucha aunque me esté durmiendo. Me guste o no me guste, con errores y aciertos, es mi mamá. Hay cosas que no me las dio antes, pero me las dio en estos 18 años que lleva viviendo conmigo.

Tuve que aprender a masajear su corazón, cuenta Bambina, por sus enfermedades cardíacas. Tuve que aprender a masajear su corazón, dice también el poema de redención que Bambina escribe con su madre.

Es mis intentos de escribir este texto, hace meses que llevo a Bambina a todos lados. Hablé de ella con mi psicoanalista, que me citó a Lacan. Hablé de ella en el taller de escritura. Hablé de ella con mis amigas, mi familia, y hace poco me descubrí dibujando ojos en casi todos los bordes de mi cuaderno de notas, pero no sé si sé cómo contar esta historia.

A medida que avanza mi conversación con Bambina, más me preocupa lo que miran mis ojos, donde se detienen y lo que se les escapa.

Un elefante de peluche

– No me acuerdo de la fecha exacta del día en que me golpeé, tampoco cuándo dejé de ver, pero me acuerdo de todo lo otro…

– Te referís a cómo pasó…

– Sí, todo empezó con un juego de adolescentes. Estábamos con mis hermanos y amigos jugando en el patio a tirarnos un elefante de peluche. El muñeco era grande, de pañolenci con un armazón de alambre, revestido todo de tela y con una trompa que justo en la punta estaba rota. El muñeco iba y venía en el aire hasta que una de esas veces me pegó en el ojo izquierdo.

Todo lo que vino después es tiempo acuoso. El primer diagnóstico que le hicieron a Bambina indicaba una simple irritación del ojo, a causa del golpe. Pero la aparición de lágrimas y la persistencia del ardor parecían advertir otra cosa. Después de ahorrar dinero junto a su hermana y trabajadoras sociales de Villa María, pudo viajar a Córdoba para buscar nuevas respuestas.

Al llegar a la capital, un médico le preguntó ¿quién fue el animal que te hizo esto? Y Bambina escuchó las palabras mala praxis, líquido óptico, cristalino y supo que no volvería a ver.

No sé cómo preguntarle qué pasó entonces con su otro ojo, el que no recibió el golpe. Al rato me explica: una parte del líquido óptico que perdí, con las lágrimas, se fueron detrás de la pared de la retina del ojo derecho a través de la parte neurológica, de la cabeza. Esas lágrimas allí acumuladas se convirtieron en una bolsa de desechos vítreos que dejó sin visión a su ojo derecho, algo que, como supo después, pudo haberse evitado con un buen primer diagnóstico.

Bambina me cuenta que se acuerda de cómo era físicamente. La tez blanca, el pelo marrón hasta la cintura, los ojos brillosos, la contextura flaca. Dice que usaba minis y se miraba todo el tiempo en el espejo. Que se pintaba los labios de color natural y se hacía trenzas porque le gustaban mucho. Me inquieta pensar que esa imagen suya de adolescente es la única que conserva hasta ahora, con certeza, acerca de su cuerpo. Dice que sus manos ahora son su espejo, que siempre se toca la cara, los brazos, que elige su ropa por las texturas y hasta por los colores porque tiene registro visual de ellos y sabe, por ejemplo, que el rojo le queda bien. Pero se queja de su peso, dice que se dejó estar. Después empieza a hablar de otra cosa, de que escribe canciones y canta todo el tiempo. Yo le observo las trenzas en el pelo y pienso que le siguen gustando.

Un hermano y un río

El líquido óptico que perdí es irremplazable, porque cuando tiene contacto con el aire se cristaliza, dice Bambina. Su hermano Tomasito no podía convencerse de eso.

– Si yo me muero, te dono mis ojos…, le dijo Tomasito una tarde.

– Qué tonto que sos, no necesito un trasplante de córnea, respondió Bambina.

– …y me ponen bien alto arriba para que no me quiten las flores.

– Naa, dejá de romper las bolas.

Tomasito siempre iba al cementerio a llevarle flores a Mulinetti, el bombero villamariense que murió ahogado en el río Ctalamochita en el año 1983, mientras intentaba salvarles la vida a dos jóvenes. Tomasito se quejaba de que le robaran las flores, el hecho lo entristecía.

Bambina cuenta que tiempo después de esa conversación en la que estuvieron hablando por horas, Tomasito murió en un accidente de trabajo, ahogado en el mismo río que su héroe. Ahora descansa bien alto arriba, donde nadie puede quitarle las flores que Bambina le lleva.

Pasaron varios meses y sucedieron más cosas desde el momento en que entrevisté a Bambina, por ejemplo, supe que fue abuela. Sigo recordando las historias que me contó durante nuestro encuentro. Relatos de amor -y no tanto- con sus galanazos, los hombres de su vida, pero narrarlo todo me llevaría más tiempo y siento que esta ya es la nota más larga que escribí hasta ahora.

– Cuando conocí al padre de mi hijo Lucas, yo estaba misionando en el barrio porque era parte de la Iglesia Santa Rita. Él apareció y me pidió prestada una Biblia, la única que yo tenía estaba en braille, se la llevó igual. Empezamos a salir y al poco tiempo nos casamos.

– ¿Recordás cómo fue la experiencia?

– En mis noviazgos lo más bravo fue lidiar con mis suegras que no me aceptaban. Todos mis novios vieron, mi hijo Lucas ahora tiene una novia que es ciega. Para mí era duro ver que les hacían problemas a sus hijos porque tenían una novia ciega. Mis novios me defendían, decían ella no es como ustedes piensan, ella sabe hacer las cosas, viaja sola en colectivo…

– No fue distinto con la familia del padre de tu hijo…

– No, su madre era la más brava porque Marcelo –ahora mi ex marido- era único hijo.  Ni su madre ni su abuela quisieron conocer a Lucas cuando nació. Le reclamaban a Marcelo que yo me hubiera embarazado siendo ciega. Y yo las entendí. Pero gracias a Dios a mi hijo yo lo pude cambiar, darle la mamadera, cuidarlo. Tengo registro visual por haber cuidado a mis sobrinos –hijos de Adriana- cuando tenía catorce años.

Durante los primeros años con Lucas, Bambina dice que vivió momentos de mucha incertidumbre, nerviosismo, miedo. Vendía productos Avon y pizzas caseras mientras estudiaba para terminar la escuela secundaria que tuvo que dejar cuando ocurrió el accidente. Por aquel momento se concentró en readaptarse al mundo, en aprenderlo de nuevo, pero ahora deseaba recibir su título secundario antes de divorciarse. Viví once años con mi marido, pero él era muy impulsivo, violento verbalmente, cuenta.

Un día que Marcelo y su madre salieron de viaje, Bambina tomó la decisión de irse. Llamó a una amiga y le preguntó si podía ayudarla con la mudanza. Se fue a vivir un tiempo con su madre, Lucas empezó la escuela y ella entró a trabajar en el voluntariado de la Biblioteca Mariano Moreno, en el sector para ciegos que se creó en 1994.

– Yo llevaba a Lucas al jardín sin soltarle la mano. Él fue entendiendo con el tiempo lo que significaba que su mamá fuera ciega. Mamá, vos querés más al bastón que a mí, porque lo llevás a todos lados y a mí no, me decía llorando. Yo le respondía: la mamá ama primero a Lucas y después al bastón, pero el bastón es una herramienta, la mamá ve a través del bastón. Después fui varias veces a su escuela a dar charlas porque me dibujaba a mí con un bastón largo y a todos les decía que su mamá era ciega.

Bambina me habla de los finales tristes y de los nuevos comienzos, repite esta idea como si fuera un mantra, un canto de fe. Hoy puedo elegir. Disfruto de mi trabajo. Decido estar sin pareja porque no quiero problemas. Mi mayor tragedia en la vida no fue perder la vista, fue perder a mi hermano, dice.

Antes de despedirnos, la acompaño hasta su oficina, una habitación oscura donde Bambina se sumerge hasta que ya no puedo verla.

Fotos de la Secretaría de Comunicación Institucional de la UNVM.

Icono fecha publicación  25 de noviembre de 2021

Noelia Mansilla

Nació en Metán, Salta, en 1995. Trabaja como periodista y asistente de producción de contenido. Coordinó talleres de extensión universitaria e incursionó en la radio como productora, conductora y columnista. Es cancionista y lectora. Actualmente vive en Villa María, Córdoba. 

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Universidad Nacional de Villa María

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Bv. España 210 (Planta Alta), Villa María, Córdoba, Argentina

ISSN 2618-5040

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