Alguna mano trémula encendió la mecha. Un haz fulgurante recorrió en línea recta el pabilo hasta detonar rumores de pólvora. La carne de un hombre previamente quemada y reducida a cenizas sale despedida por los aires como una bandada de mosquitos fantasmas estresados en vuelo incierto. Desde el suelo, los amigos y familia del cuerpo diseccionado en partículas de aire contemplan el espectáculo con mezcla de solemnidad, diversión, nostalgia y prepotencia. El ritual, financiado con tres palos verdes por un famoso actor de películas taquilleras que ahora se prende un pucho en silencio, concluye con estruendosos fuegos de artificio que colorean las últimas pieles del hombre muerto levitando entre la gente. Última escena de un final anunciado.
En cierto momento de 1978, el escritor estadounidense Hunter S. Thompson expresó el anhelo de ser despedido de este mundo de ese modo: explotado en forma de cenizas por el cielo. Pudo concretarlo tras su suicidio en 2005 y gracias a la solvencia de su amigo Johnny Depp. El final doblemente anunciado -suicidio y protocolo inédito de funeral- cerró una vida de excentricidades, márgenes transpuestos, pánico y locura; y más allá de las tres décadas que transcurrieron del primer aviso público, el fin tramado no resiste indiferencia posible. Hay últimos actos que por más anticipados no son menos impredecibles, sabor de un final que nos deja con la boca abierta y los ojos incómodos dando vueltas. Spoiler alert.
Como decía Borges, la muerte hace preciosos y patéticos a los hombres, nos conmovemos por nuestra condición de fantasmas. Somos unos estúpidos espectros que temen al vértigo de los finales.
No es mucha novedad que los seres humanos somos complejos mamíferos bípedos capaces de volar por el cosmos y articular sistemas lingüísticos pero con enormes conflictos para la comprensión de los finales. Habitamos exclusivamente ese pequeño fragmento de eventos que llamamos tiempo. Spoiler alert: una duración insuperable. Condenados a una existencia procesual y continua, nuestras herramientas cognitivas para entender ‘el fin’ son inútiles. Como construir un puente con un escarbadientes. La inevitabilidad de la muerte propia, el fin de la pareja, los 31 de diciembre a las 23:59, los orgasmos, la última temporada de Lost, los domingos cerca de las siete de la tarde, los cementerios, los ‘una más y vamos’, el tango, las callosidades que se van dibujando en algunos pliegues de las manos, el otoño. Fronteras colosales que dibujan los límites entre un más acá y un más allá. Rituales de paso entre la fatiga crónica de la quietud cotidiana y el punto límite de la hora señalada. Incomodidades de simples mortales que tantean entre las sombras para entender qué mierda está pasando con esto que se nos escurre entre los dedos. Como decía Borges, la muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres, nos conmovemos por nuestra condición de fantasmas. Somos como unos estúpidos espectros que temen al vértigo de los finales. Siguiendo la idea de Jorge Luis, qué más precioso y patético que el espanto a algo que está anunciado y es inminente, pero aún no está. Spoiler alert: como la muerte, como cagarle el final de El Principito a un amigo de la infancia, como mirar con profunda perversión a los ojos de tu vieja mientras le mostrás el capítulo de ‘La Boda Roja’ de Game of Thrones, como los supuestos traductores chinos que eligieron el título Él es el fantasma para la película Sexto sentido ahorrándole a los espectadores dos horas de los enigmáticos tormentos de Bruce Willis. Espectros preciosos y patéticos por el argumento revelado.

El sentido del final
El crítico literario Frank Kermode pensaba en la idea del final como un recurso narrativo que nos permite darle sentido a nuestra temporalidad y existencia. Por ejemplo, la idea de los ´fines de siglo´ como conclusión de un momento histórico, el fin de una era como algo paradigmático, el apocalipsis. Los finales -dice- confieren duración y significado al todo. El ´tic´ del segundero solo tiene sentido por un apocalíptico ´tac´ que ordena el segmento. El final significa. Para el autor, el cómo las personas le damos orden y diseño a nuestro pasado, presente y futuro tiene un nexo con las formas de literatura, es decir con nuestros relatos. Cada época tiene sus formas de contar lo contemporáneo, lo que está pasando. Tablillas cuneiformes, óperas, telares, arcillas, novelas, tik toks. Diferentes intentos humanos de materializar el pensamiento como un desafío estéril al final. Una apuesta a perdurar en pintura sobre piedra, letra sobre papel, fotograma sobre cinta, nota sobre disco, selfie sobre byte. Trascender nuestra precaria memoria y nuestra precaria existencia.
En su libro El infinito en un junco Irene Vallejo relata la invención de la escritura, los libros y las bibliotecas en la antigüedad como ese intento de conservar y salvar de un final fatídico nuestras palabras que, habladas, no son más que un soplo de aire. Si decíamos que los finales ordenan y dan sentido, nuestras herramientas para reaccionar a los finales también van a construir sentidos y orden en nuestro mundo. La autora nos recuerda que seis mil años atrás, cuando la humanidad comenzó a escribir, fue por motivos prácticos vinculados a las listas de propiedades y bienes contables. Los primeros escritos fueron inventarios, no poemas. “Primero las cuentas, a continuación los cuentos”, dice la autora. No había finales narrativos sino finalidades económicas. Empezamos relatando nuestro entorno dibujando cóndores y bisontes rupestres en las paredes de las montañas, de pronto se nos ocurrió la demencial idea de simbolizar cada uno de los conceptos de nuestra mente abstracta combinando letras de alfabeto y luego transmitimos en directo para millones de followers que nos siguen el ritmo de nuestros pestañeos en vivo. Diferentes juegos de trascendencia que ordenan nuestra experiencia y nuestro entorno.

Caen como una cascada interminable. De pronto, uno mira el reloj y lleva 40 minutos consumiendo videos de orientales comiendo con la boca abierta, yankees que cortan jabón con una trincheta, coreografías exageradas y gente con un humor muy extraño. El universo Tik Tok se encadena. No hay fin. En realidad si lo hay, pero aparenta no haberlo. Simulación de infinitos. En ningún momento la pantalla anuncia “che, hermano, ya viste todas las porquerías que hay. Hacete ver”. Nada de eso. Los videos parecen eternos. No lo son, pero lo parecen. Es una teatralización de un bucle permanente. Un carrete infinito que demanda atención nula y constancia absoluta. Vallejo sugería también que nuestro actual mundo de las redes se parece mucho a la infinita Biblioteca de Babel imaginada por Borges. Esas interminables galerías que contienen toda la combinación posible e inagotable de letras y palabras. Según Vallejo, puede tomarse como una “alegoría profética del mundo virtual, de la desmesura de internet, de esa gigantesca red de informaciones y textos, filtrada por los algoritmos de los buscadores, donde nos extraviamos como fantasmas en un laberinto”. En algún lugar de la biblioteca -relataba Borges- se encuentra la crónica de nuestra muerte, los sucesos del futuro, el universo completo; pero el autor dice también -como haciendo un guiño al futuro y a los bajones emocionales en nuestra gran biblioteca tecnológica- que “a la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. (…) La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma”. Tanteamos las paredes del laberinto que parecen esconder el borde de los finales entre los algoritmos que nos codifican.

El final del mundo pandémico también parece un laberinto. ¿No imaginábamos todos en 2020 que el fin de la emergencia sanitaria tendría un momento concreto y estaría acompañado de lucecitas de colores, intendentes cortando finas cintas rojas frente al palacio municipal, bandas militares, sanguchitos, papel confeti entrando por nuestras ventanas, rondas de estornudos en la boca, suspensión de la jornada laboral, pibes en pata tirando bombuchas en el barrio, rituales dionisíacos y todas esas cosas copadas? No. Spoiler alert: este final es lánguido. Esperábamos el estruendoso acorde final de una vigorosa marcha imperial a todo orquesta molto vivace. Nos tocó la larga agonía de un tema interminable de Pink Floyd que se aletarga en el zumbido de un incómodo sintetizador que toca una sola nota repetitivamente y que nadie entiende muy bien cuándo empezó ni cuándo va a terminar.
No lo sabemos bien, pero probablemente en la historia del pensamiento temporal existan dos bandos finamente delimitados que combaten en silencio y desde las sombras. Por un lado, aquellos escépticos de los finales, confiados en que cada conclusión es un nuevo inicio espiralado de sucesos continuos. Son una facción nostálgica del hippismo con trabajo estable y palosanto que votan al PJ. Jorge Drexler cantando “si cada uno da lo que recibe y luego recibe lo que da, nada se pierde, todo se transforma”, escuchado por Einstein tomándose unos buenos amargos con el termo bajo el brazo en la rambla de Montevideo. En la vereda del frente tienen menos onda pero más seguridad. Son aquellos convencidos de la inevitabilidad redentora de los finales. Románticos. Van más callados. Toman vino mientras leen marxismo y Dostoievsky, de fondo suena una versión blusera de Nada es para siempre cantada por Fabiana Cantilo.
Finales en el cuerpo
Más allá de ese marco teórico, en la lengua castellana tenemos el inconveniente adicional de utilizar una misma palabra para dos términos heredados del griego antiguo con sentidos muy diferentes. Para nosotros, ‘escatología’ significa, citamos a la RAE:
- Conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba.
- Uso de expresiones, imágenes y temas soeces relacionados con los excrementos.
Alguna conjura de la historia, un poeta medio en pedo, un copista griego mal dormido, algún escritor sensacionalista o el simple azar de una equivocación hicieron que las palabras ἔσχᾰτος y σκώρ se junten en nuestra lengua logrando una miscelánea hermosa que no por inmotivada es menos elocuente sobre los finales. El fin de la existencia y el excremento. Dos cuestiones incómodas de las que nos cuesta hablar. Somos nosotros transmutando. En ambos casos, es el despojo del cuerpo que arroja algo y se transforma en una exterioridad diferente: la caca, que ya no es comida; y el cadáver, que ya no es persona. El fin de la comida y los residuos de la vida. La forma final y el final de la forma. El último suspiro y la última fuerza. Pretendemos reprimir las dos cosas. Freud decía que, previo a la socialización, el excremento es una sustancia preciosa para los niños que se transforma en divisa de cambio y primer regalo erótico a su madre. Polémico. Más allá de los mecanismos de represión que ejercemos sobre las heces y la muerte -spoiler alert- el final ya viene anunciado. Cada alimento y cada vida terminan ahí. Cada cual traspasa su umbral. Les nerds franceses dirían que la caca pone en jaque el orden simbólico y la muerte se le escapa por completo. Lo abyecto, eso que está más allá del fin. Formas extrañas de habitar los finales que se nos inscriben en el cuerpo. H. S. Thompson -aquel escritor que pidió que sus cenizas fueran explotadas- es el autor de Pánico y locura en Las Vegas, libro que inspiró la película homónima donde vemos a Johnny Depp y Benicio del Toro en un delirio escatológico y psico-farmacológico. En la película se paniquean mucho. El pánico también es un evento corporal abyecto. Se siente como un final inminente y anunciado en la propia carne. La cuerda floja y el precipicio. Un spoiler alert: te estás muriendo ahora mismo. Toda la fisiología entra en cortocircuito y se disparan alarmas en múltiples dimensiones que retroalimentan y agudizan la escena. Un globo inflado que ve acercarse un alfiler a toda velocidad. El corazón bombea como un demente, las pupilas inundan todo el ojo, sudor helado, temblor irrefrenable. Caos. Acepciones escatológicas.

Finales-muerte, finales-caca, finales-pánico: el cuerpo habitado por la duración programada del fin de las cosas. El últimamente muy citado filósofo coreano Byung-Chul Han, analiza que la pérdida de creencias referidas a poder trascender nuestra realidad actual hace que la vida humana se convierta en algo totalmente efímero. Aproxima el final. Dice: “la vida nunca ha sido tan efímera como ahora. (…) Nada es constante y duradero. Ante esta falta de Ser surgen el nerviosismo y la intranquilidad. (…) La desnarrativización general del mundo refuerza la sensación de fugacidad: hace la vida desnuda”. El coreano comenta que esto nos ubica en una sociedad del rendimiento que desencadena la hiperactividad, la histeria del trabajo y la producción; sujetos deprimidos, cansados y paniqueados. Disputa la idea de que nuestra sociedad del rendimiento sea una comunidad libre, sino que más bien produce nuevas obligaciones. Cada uno lleva consigo su campo de trabajos forzados en el que es a la vez prisionero y celador, víctima y verdugo: “uno se explota a sí mismo, haciendo posible la explotación sin dominio”.
Sin narrativas nos sentimos vacíos, como cuando te cuentan el final y tenés que comerte dos horas anticipando cada movimiento de Bruce Willis hasta que el muy tonto descubra que, obviamente, él siempre fue el fantasma. Los finales anunciados nos molestan porque, como decía Borges, la certidumbre de todo nos anula. Mejor habitar ese resquicio de incredulidad y sospecha recelosa. Queremos coquetear con los finales y franelear para sacarles apenas un guiño. Disimular y escaparnos cada vez que Cátulo Castillo se nos acerque en puntitas de pie hasta el oído para decirnos: spoiler alert, ni el tiro del final te va a salir.
Fotos y videos de sitios públicos de internet.
13 de octubre de 2022

Felipe Etkin
Felipe Etkin nació en Córdoba en 1992. Trabajó como periodista, docente y músico-viajero. Es licenciado y profesor en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Córdoba.