1
Ramiro no aprende a leer. Apenas si escribe su nombre. Pero suma y resta. Y sabe exactamente cuánto dinero le falta para comprar un paquete de galletas. Cruza las avenidas con la astucia de los gatos y entiende cuándo callarse.
En la esquina, los chicos y las chicas buscan su compañía y se ríen de sus ocurrencias. Por eso le asombra lo que le pasa cuando entra a la escuela. Todo se torna otro mundo y hasta los compañeros lo dejan de lado al momento de armar equipo.
A veces la maestra lo pone a su costado, en el escritorio, y él quisiera poder descifrar esos símbolos que ella dibuja con la lapicera. Puede copiarlos, si se esmera. Prolijos, iguales, apoyados en el renglón de la hoja. Pero no sabe qué dicen.
Una tarde Amira entra al aula. Se sienta a su lado porque es el único que está solo.
Una tarde Amira entra al aula. Es más baja que él, y recién llega al grado. Se sienta a su lado porque es el único que está solo. Le convida la mitad de su factura y le deja copiar el resultado de las sumas. Apenas hablan, apenas. Y Ramiro mira cada día las letras azules en la tapa de su cuaderno. Ahí dice Amira, le dice ella con su voz de pájaro. Él se graba a fuego esa palabra y advierte que algunas letras coinciden con su nombre. Juegan los dos, náufragos de los recreos, a moverlas y encuentran que Amir entra en Ramiro. Un velo se descorre en la mirada del niño.

Solos, ajenos a todo lo que ocurre en los patios, en el destiempo de los saberes, una niña le abre la puerta de la magia. Y sin brújula aparente, se alinean los jeroglíficos y cobran sentido.
De grande, olvidado de la parte oscura de la infancia, un hombre asocia, y ni siquiera recuerda porqué, la palabra amor a unas letras azules que cabían en su nombre.
2
Mariquita, le dicen. Él se sienta solo. Pareciera que no le duelen las palabras de los otros, siempre está sonriendo. Luciano tiene la voz suave y la mirada mansa. A veces, sólo a veces, se le sale la risa aguda y echa la cabeza atrás con una delicadeza de ave. No se queja cuando en gimnasia lo dejan a un costado porque el fútbol no le interesa, se acerca a las chicas que a veces le permiten entrar en los partidos de vóley. El profesor lo saca impiadosamente y pareciera no entender lo que le pasa. Confinado al costado de la cancha, prefiere rendir oral los reglamentos, en diciembre.
Luciano se sienta solo. Pareciera que no le duelen las palabras de los otros.
Un día se le acerca una niña, no le dice nada, le da una manzana y se sientan los dos en un banco a la sombra. Los desposeídos saben encontrar en otros la huella de la pena. Y algunos tienen la lucidez de hacerle frente.
Los dos atraviesan la neblina oscura que es a veces la escuela, se cuentan sus cosas, sienten que no están más solos.

Muchos años después se encontrarán en un museo, Luciano tiene barba y la misma delicadeza de ave; ella, dos niños de la mano. Se abrazan, las lágrimas se quedan pecho adentro y se prometen llamarse. No importará nada si no vuelven a verse.
Saben, los dos, que hubo un tiempo en el que no hubiesen sobrevivido sin el otro.
* El primer texto es inédito. El segundo pertenece al libro Brasas (Editorial Sudestada, Buenos Aires, 2019).
Fotos y producción audiovisual de Carolina Ramírez – Secretaria de Comunicación Institucional de la UNVM.
15 de febrero de 2024

Marcela Alluz
Es licenciada y profesora en Psicopedagogía. Se dedica a la docencia, a la clínica y a la escritura. Ha dictado numerosos seminarios, talleres y cursos de capacitación en diversas provincias. Miembra de comités académicos, expositora y panelista en encuentros nacionales e internacionales. Ha publicado seis libros y artículos especializados en diferentes medios. Miembra de Forum Infancias Córdoba.