Certamen de Crónica Policial

Celeste
por Eliana Minari

Celeste sale de tribunales con esa satisfacción interna de haber sido escuchada de una vez por todas, tantas veces escuchó esas lecturas sombrías y formales como a lo lejos, en cada oportunidad en que tuvo que comparecer y defender su verdad, parada en el centro de la escena como protagonista de una película de terror, drama y suspenso, todo junto. Cuenta su vida con el mentón y los párpados temblando, aguantando ese mar de lágrimas que se va a caer si mueve las pestañas. 

A sus veintidós años le pesa todo ese dolor, y quizás le vayan otros veinte más para poder vencer ese manto de angustia que recubre su pasado. Tiene un motivo más para llorar, pero esta vez de alegría: le puede dar a su hija un mundo mejor, con un violador menos dando vueltas.

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El vecino de al lado de su casa era el amigote de la familia. Con él comían frecuentemente asados, pagaba la carne, el vino, el carbón.

Celeste creció en un ambiente de violencia, negligencia e impunidad. Sus padres consumían alcohol. Se emborrachaban los fines de semana, entre semana, feriados y no feriados, la pasaban bien, traían hijos al mundo que padecían hambre, frío, desconsuelo, soledad en la resaca del día y el abandono de la noche. Su padre era violento con su mamá y también con sus hijos. Arengaba a Celeste a pelear con sus compañeras, si iban juntos en la moto y veía chicas peleando, la bajaba y la hacía luchar.

En su adolescencia tuvo la libertad que un par de padres ausentes le pudo dar, y la responsabilidad de cuidar a sus hermanos por ser la mayor. Dejó el colegio en primer año, se llevó todas las materias y decidió dejar de intentarlo. 

Su madre era ama de casa, ama de Celeste en realidad, porque no movía un dedo. Su padre alcoholizado sufrió un accidente laboral, y entonces cobró una indemnización que ninguno de sus hijos pudo aprovechar.

El vecino de al lado de su casa era el amigote de la familia. Con él comían frecuentemente asados, pagaba la carne, el vino, el carbón y todo lo necesario para domesticar a dos adultos con adolescencia tardía y crónica. Mujeriego de profesión, a viva voz elogiaba vulgarmente a Celeste y sus hermanas.

Celeste se convirtió en adolescente, comenzó a consumir alcohol y a ir al boliche cuando sus hermanos dormían. Regresaba antes de que despertaran, sus padres no estaban en casa aún o estaban desmayados. A veces ella llegaba igual y así sus hermanos empezaron a cuidar de ella. Empezó a trabajar en una heladería para tener un poco de plata y dar de comer a sus hermanos.

Su vecino llenaba la heladera no sólo de alcohol sino también de comida, pero a Celeste no le gustaba. Empezó a “ayudar” a sus papás en la ampliación de la casa. Celeste no entendía esa amabilidad altruista, él tenía su casa y sus hijos.

Llegó su cumpleaños número 16. Celeste trabajó, esa noche no le pagaron. Su amigo Juan, esos amigos de joda y nada más, pero el único en ese momento, se acordó por Facebook de su cumpleaños. Le ofreció ir al boliche, pasar gratis e ir al VIP porque su primo conocía a alguien.

– El VIP, esa estupidez adolescente – piensa hoy.

Juan la pasó a buscar en moto. Era una noche fría para la época.  Las plantas peleaban codo a codo contra el viento. Los tachos de basura expulsaban restos al aire. Al frente del río se sentía más.

La cola interminable de pibes y pibas los miró con envidia cuando entraron directamente al boliche con el primo de Juan.

Entraron. Bailaron. Tomaron. Bailaron. Compraron una jarra, dos, tres. Desfilaron jarras. Perdió la cuenta de lo que bailaron. Perdió la cuenta de lo que tomaron. Estaban en ronda, las personas iban y volvían. Al baño, a dar una vuelta. Las jarras iban y venían.  Se reían, con motivo, sin motivo. Era su cumpleaños y tenía derecho a ser feliz. Celeste fue al baño. Volvió y la esquina dónde estaba Juan había desaparecido. No había esquina, el boliche era circular.

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Bailaron. Tomaron. Era su cumpleaños y tenía derecho a ser feliz. Entonces se cruzó con su vecino.

Entonces se cruzó con su vecino. La saludó, Celeste le dijo que no podía encontrar a Juan. Dieron una vuelta y al no encontrar a nadie, le ofreció llevarla. Celeste no se acuerda si dijo que sí. Se subieron al auto, emprendieron el viaje de vuelta. Cruzaron el puente que separa Villa María de Villa Nueva y su vecino desvió el camino, tomó la costanera. Una calle de tierra, en ese momento angosta, rodeada de inmensos eucaliptus. Detuvo la marcha, empezó a besarla, le sacó la ropa, se subió sobre ella y la violó, así sin más. Celeste le decía que no mientras sus lágrimas y el sudor de su abusador se confundían en su rostro, en sus pechos. No tenía fuerza para sacárselo de encima, y no era fruto del alcohol. Celeste pesaba 45 kilos y el vecino fácilmente el doble.

Celeste lloró y repasó su vida en ese instante. Se dio cuenta de que no había sido tan mala hasta ese momento. Deseaba morirse, pero esta vez era en serio. El vecino terminó, se sacó el forro y se subió los pantalones. Ella se vistió llorando. Él la tiró en una remisería.

Celeste llegó a su casa, su cuerpo llegó. Su cabeza explotaba, se disociaba como un hormiguero que revienta en el vacío de una nave espacial. Lloró como nunca en su vida y nadie la escuchó, como siempre. Se sacó la ropa y la puso en el canasto para lavar. No levantó sospechas, ella misma lavaba la ropa.

La vida del resto siguió normal. Celeste intentó seguir viviendo tratando de anular ese día nefasto de su cabeza. Su vecino seguía yendo a su casa como el mejor amigo de sus padres, colaboraba desinteresadamente tanto o más que antes, y Celeste se moría por dentro.

Una de sus hermanas menores se dio cuenta de que algo había cambiado, pero Celeste no tuvo el valor de contarle. Comenzó a consumir drogas, estuvo internada dos veces por sobredosis y bajo tratamiento varias veces. Le dijo a su mamá lo que le había pasado pero no le creyó, a su papá no se animó a decirle. Finalmente, la asociación donde realizaba tratamiento logró sacarla de su casa y la albergó en un hogar para mujeres víctimas de violencia y trata de personas. Logró vencer la burocracia estatal y sacarla del seno familiar. Celeste pudo empezar a rehacer su vida, después de un año y medio. Hizo muchas terapias y tratamientos en los que se enfrentó con sus padres en búsqueda de respuestas que no obtuvo, ni siquiera obtuvo de ellos la credibilidad que necesitaba. Ellos siguieron siendo amigos de su violador. Juan también resultó ser amigo de su violador.

Su vida cambió cuando tuvo una hija, a sus 21 años, y sus padres quisieron empezar a verla. Su hija, a la casa de sus padres, al lado de su violador, que seguía siendo amigo de la familia. Ahí decidió hacer la denuncia, cinco años más tarde.

Se paró ante la comisaría, la típica comisaría con veinte capas de pintura, emparchada con revoques desprolijos, tétrica y oscura, deprimente, que desanimaba denunciar hasta el extravío del DNI. Sin embargo entró, la vida le había dado un motivo para pelear y salir adelante, alguien para proteger más valioso que todo lo demás que habitaba este mundo.

Después de eso su vecino la seguía de cerca. Celeste iba caminando y él se la encontraba, disminuía la marcha y la seguía pidiéndole que retire la denuncia. Un día se le presentó en la heladería en que trabajaba, con su mujer, y con la mirada siguió intimidándola como siempre. Celeste empezó a vivir un infierno de nuevo. Volvió a realizar una denuncia.

Un día llegaron a una fiscalía esas dos denuncias y tocaron el corazón de alguien. Celeste fue citada, querían hablar con ella. Su violador iba a quedar detenido. Le daban una noticia que nunca pensó que iba a ser posible. El mundo la había visto. Todo su dolor estaba intacto, acumulado, flagelando cada instante, cada visita a la costanera, cada canción que recordaba de aquella noche, pero el mundo finalmente la había visto.

El proceso fue largo. Tuvo que ir varias veces a defender su verdad, a contar lo que le pasó con la voz temblando, el mentón agitándose de lado a lado y los párpados inmóviles sobre los ojos llenos de lágrimas. Su amigo Juan declaró que esa noche habían vuelto juntos. Celeste lo expuso en el careo. Se levantó y con el vigor que el dolor le había dado le dijo mentiroso en la cara.

Su violador finalmente fue condenado a seis años de prisión de cumplimiento efectivo por abuso sexual con acceso carnal. Celeste tiene dos fechas de nacimiento: el día en que su madre la dio a luz, y el día que su violador fue condenado, ese día en que el mundo la escuchó.

* El presente texto fue seleccionado en la categoría Escritores en el Certamen de Crónica Policial de Proximidad organizado por la Secretaría de Comunicación Institucional de la UNVM, el Instituto Académico Pedagógico de Ciencias Sociales de la UNVM a través de su Secretaría de Investigación y Extensión y de las licenciaturas en Ciencias de la Comunicación y en Comunicación Social, SADE Villa María y CISPREN Villa María. El jurado estuvo integrado por Malvina Rodríguez, Carla Avendaño, Horacio Lucero y Diego Di Giusti.

Fotos de la Secretaría de Comunicación Institucional de la UNVM.

Icono fecha publicación   24 de junio de 2021

Eliana Minari

Nació en 1988 en Las Varillas, Córdoba. Estudió Abogacía y Escribanía en la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente vive en Villa María. Siempre fue una gran lectora, devoraba libros que le prestaban o sacaba de la biblioteca. También escribía esporádicamente. Con la pandemia volvió a leer mucho y decidió hacer talleres de escritura que le dieron valentía y empuje para despertar su creatividad. Sigue capacitándose para hacer de la lectura y la escritura su estilo de vida.

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Bv. España 210 (Planta Alta), Villa María, Córdoba, Argentina

ISSN 2618-5040

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