Cuando oigo

Sonar la caja
por Ángela Parodi

“Cuando oigo sonar la caja/ se me hace que todo tengo/ cantando esta vidala/ con las coplas me mantengo” reza una copla anónima del norte de nuestro país, y coincido plenamente.

Aun a riesgo de caer en un cliché me animo a decir que la experiencia de formar parte de una rueda de coplas es intransferible. Sus alcances sólo son comprendidos por quien lo vivencia en su cuerpo y su garganta.

La buena noticia es que cualquiera puede hacerlo: el uso de la voz y de la percusión para expresarnos y comunicarnos es inmemorial, y el cuerpo es una herramienta sonora que tenemos a mano todas las personas sin importar nuestro género, clase social, etnia o cualquier otra distinción que clasifique y separe innecesariamente. Además, el canto con caja es una práctica musical que invita a compartir sin prejuicios, con una lógica muy distinta a la occidental en la que cierta gente con “talento” es la designada para expresarse artísticamente. Tampoco es casual que se realice en ronda, figura que iguala y comunica a quienes participamos de la acción.

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Doy gracias a Leda Valladares e Isabel Aretz por resguardar la cultura de nuestros pueblos originarios y por abrir paso a generaciones de mujeres músicas, investigadoras, innovadoras, viajeras.

A diario observo el poder transformador del canto con caja. Luego de compartir talleres veo totalmente modificadas las caras de las personas que asisten. En general por la sonrisa que se les imprime, pero a veces también por las lágrimas que encuentran una excusa para aflorar.

“La cajita que yo toco
siente como mi persona
unas veces canta y ríe
y otras veces gime y llora.”

También lo vivencio en mi interior muchas veces cuando, agobiada por algún pesar, me obligo a cantar sola en mi casa hasta que lentamente el malestar se borra -¿o en realidad transmuta en otra cosa?- y me prometo a mí misma que la próxima vez que me sienta mal -seguramente por algún desamor, al estilo vidalero- voy a recordar que la cura para ahuyentar las penas es simplemente lanzar afuera la voz. Soy bastante adepta a los dichos populares -en algún punto las coplas lo son- y puedo asegurar que el famoso “quien canta sus males espanta” está chequeado.

No puedo precisar cuándo nació mi amor por el universo del canto con caja, pero desde que vine al mundo estuve rodeada de música y ubico ciertos mojones en la línea temporal que pueden haber conformado mi pasión.

En el pueblo de mi mamá para las fiestas navideñas mi abuelo y alguna tía solían, ya después de haber repasado todo el repertorio con guitarra y de haber ingerido unas copas, ponerse a cantar algunas coplas. De niña me parecía bastante gracioso, por no decir ridículo: ¿a quién se le ocurriría cantar de manera tan desprejuiciada y libre, en este mundo donde todo tiene una forma preestablecida para ser?

El siguiente hito que recuerdo es estar en Purmamarca y espiar un encuentro de copleras en un patio. Un sonido estruendoso y envolvente como un torbellino: palabras, quejidos, gritos de algarabía, todo al mismo tiempo y entrelazado de una manera espectacular. Acto seguido, mi asombro pleno al notar que algunas de esas cantoras estaban completamente ebrias: todo un choque cultural, ya que en aquel momento no comprendía el significado del gran festejo que es el carnaval. Hoy sé que poco tiene que ver el alcohol en ese ardoroso estado que se alcanza. Lo que enciende los corazones, las gargantas y las almas de quienes participan está mucho más allá de las bebidas ingeridas, es algo más bien parecido a la meditación o la contemplación religiosa.

“Cantemos la vidalita
que ya viene el carnaval
cuando retumbe la caja
mi pena se ha de acabar.”

Por supuesto, cuando volví de ese viaje -de egresada de la secundaria, en el cual en vez de ir a Bariloche como manda el “deber ser” hicimos un viaje en tren de veinticuatro horas a Tucumán y de ahí seguimos a dedo por tres semanas con un grupo de diez amigos y amigas- agarré una caja coplera que me había traído desde Jujuy mi abuelo -sí, el mismo que en Navidad canta “aguacero pasajero/ no me mojés el sombrero/ a vos no te cuesta nada/ y a mí me cuesta dinero”- y me puse a investigar sobre el asunto, porque había quedado estupefacta. En ese momento tocaba el saxo, y me esforzaba en aprender escalas muy difíciles para improvisar jazz, memorizar solfeos para el conservatorio, leer muchas partituras de orquesta. Pensar en cantar bagualas, que a veces estaban construidas sólo por tres o incluso por dos notas no parecía una opción posible. Otra vez, por supuesto, aparecían el prejuicio y el “deber ser”.

Ahí fue que encontré a la mujer que me guiaría, igual que a tantos y tantas, como un esplendoroso faro a través de lo que ella llamaba el “rugido inmemorial del hombre”. La voz de Leda Valladares llegó a mí a través de su increíble libro Cantando las raíces y su disco América en cueros, cambiando para siempre mi manera de entender la música y la humanidad. Últimamente escucho mucho sobre la representación de las minorías para que las personas podamos encontrar modelos en los cuales reflejarnos y referenciarnos, y viéndolo en perspectiva creo que no fue casual la motivación que me generaron mujeres como Leda Valladares e Isabel Aretz, pioneras para su época en abrirse paso en un mundo absolutamente de hombres como lo era la musicología. A ellas doy mis gracias eternas por resguardar de algún modo la cultura de nuestros pueblos originarios y por abrir paso a generaciones de mujeres músicas, investigadoras, innovadoras, viajeras y mucho más.

La parada más reciente de mi recorrido junto al canto con caja es ya totalmente intencional y tiene nombre y apellido: Jueves Copleros. Quería acercar a más personas todas las bondades de este arte y, como estamos en la era de las redes sociales, compartirlo mediante videos de Instagram me pareció lo indicado. Empecé en verano de 2020. Luego llegó marzo a darnos vuelta la vida y volcarnos hacia las pantallas mucho más de lo que nos gustaría. Pero dicen que “no hay mal que por bien no venga”, y en esa coyuntura el proyecto de difusión de nuestro folclore ancestral comenzó a crecer: surgieron nuevas secciones como Datos Copleros –con información acerca del instrumento y los estilos del canto con caja- y Voces Copleras –charlas con otras cantoras sobre su experiencia- e incluso generamos un ciclo especial para las infancias junto a más artistas y con la producción de Tecnoteca de nuestra ciudad.

Así, paso a paso, Jueves Copleros sigue rodando casi con vida propia, y yo espero con ansias saber cuál será la próxima estación de este viaje guiado por la voz y la caja. Mientras tanto no dudo en recomendarles a quienes estén leyendo que canten para disponerse a lanzar penas y soledades. Pueden hacerlo simplemente en su casa o mejor todavía acercarse a alguna rueda coplera porque, como dijo Leda, el repertorio de canto andino con caja está compuesto por “canciones indestructibles que cantadas en multitud pueden hacernos sentir pueblo”.

“Ya me voy ya me voy yendo
de su presencia me alejo
haciendo sonar la caja
cantando llegaré lejos.”

Fotos de la Secretaría de Comunicación Institucional de la UNVM y de María Gabriela Vera. Videos de sitios públicos de internet.

Icono fecha publicación   2 de diciembre de 2021

Ángela Parodi

Ángela Parodi nació 1991 en El Trébol, provincia de Santa Fe, pero se crió en el barrio porteño de San Telmo. Estudió música desde muy pequeña, realizó el profesorado de tango y folclore en el Conservatorio Manuel de Falla y actualmente cursa la Licenciatura en Interpretación Vocal de la Universidad Nacional de Villa María. En 2019 editó su primer disco solista Aflorar, y además de desempeñarse como profesora de canto dicta un taller de Ensamble Femenino en el programa Ser Arte y Parte dependiente de la Municipalidad de Villa María, Córdoba.

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Universidad Nacional de Villa María

Secretaría de Comunicación Institucional
Bv. España 210 (Planta Alta), Villa María, Córdoba, Argentina

ISSN 2618-5040

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