El hurto del presente y el embargo del futuro
El siglo XXI y el contexto de pandemia han implicado una serie de desafíos para las Ciencias Sociales en tanto oportunidad para visibilizar/ocluir problemas sociales (Cena, 2020). Dicho escenario ha permitido señalar con fuerza una serie de problemáticas de las que como sociedad debemos ocuparnos: el acceso a alimentos, el acceso a los medios de subsistencia, el acceso a la vivienda, al agua, al empleo. En esta dirección, nos interesa retomar en este escrito el hambre como expresión de la cuestión social y como acto de violencia ejercida sobre la población en general, pero sobre todo sobre las niñeces (Simonetti, 2020) en particular. Para tal propósito sostenemos que el hambre constituye, en primer lugar, un hurto del presente de las personas al impactar sobre los cuerpos/emociones en tanto dolor y sufrimiento social. En segundo lugar, el hambre es también un embargo del futuro, al comprometer las condiciones y disposiciones para la acción. Finalmente, el hambre es un acto de violencia, un daño que se infringe y que instituye una desigualdad entre las personas desde el inicio de sus vidas.
La privación de la alimentación a las niñeces es privación de derechos y oportunidades y, por lo tanto, violencia estructural.
Adentrarnos en la problematización de las violencias, las niñeces y el hambre, requiere en principio ejercitar unos lentes –sensu Bourdieu– a partir de los cuales comenzar a reconstruir aquello que queremos observar. Ocurre que las categorías con las que trabajamos desde las Ciencias Sociales se encuentran siempre a mano del sentido común y ello constituye el principal obstáculo del quehacer científico (Lenoir, 1998). La historia nos permite identificar diversos modos que se han constituido para referir a las maneras de vivir y habitar las niñeces, su visibilización, su presencia en el arte, las miradas desde la transición hacia la adultez, desde el derecho, entre otras. Adicionalmente, los estudios antropológicos (Pachón Castrillón, 2009) y sociológicos (Gaitán Muñoz, 2006) nos ofrecen pistas, indicios que nos permiten identificar los modos en que las niñeces no solamente han adquirido presencia en diferentes contextos -dando cuenta de niñeces diversas- sino también de las maneras en que han sido abordadas en diálogo con otros actores.
Las niñeces son abordadas como producto y productoras de elementos culturales, históricos, políticos y sociales, y eso que se denomina como niñeces “no representa lo mismo ni es vivido de la misma manera en todos los grupos humanos” (Colángelo, 2003: 2). De allí que las niñeces, desde las perspectivas propuestas, interpelen aquellas miradas que las piensan en función de su transformación para la vida adulta, como un proyecto a ser a futuro. Las niñeces, de esta manera, más que representar un concepto abstracto, neutro o marcado por caracteres biológicos, se sitúan en particulares contextos sociohistóricos, lo que permite por un lado subrayar su carácter plural y múltiple y por otro problematizar las condiciones de su posibilidad (García Botero y Gallego Betancur, 2011).
El escenario sociohistórico donde las niñeces se inscriben es asimismo variable y heterogéneo encontrándose, en algunas situaciones, permeado por diferentes violencias. Aquí podríamos hacer el ejercicio de introducirnos al campo de las violencias en tanto fenómeno también heterogéneo y no reducible a una tipología (Álvarez, 2013). No se trata de un abordaje lineal, sino que concentra y requiere de una serie de acercamientos complejos que den cuenta de sus anclajes históricos y sociales (Martin y Pampols, 2004). Bajo este paraguas analítico podemos decir que una manera de ejercer y alojar la violencia en los cuerpos es el hambre, por eso se ha sostenido que es un tipo de violencia silenciosa (Sen, 2007) que avanza, se instala y ancla en los cuerpos de millones de personas. Si bien la tematización, visibilización y abordaje del hambre como violencia muchas veces es ocluido desde algunos de los medios masivos de comunicación, no puede negarse que opera sobre los cuerpos/emociones y en términos de posibilidades marca, escenifica la vida cotidiana de las personas. De allí que la revisión de algunos datos al respecto se vuelva significativa.
El concepto de niñeces como tal, los derechos que se le otorgan a las mismas y la forma de abordar las diferentes problemáticas a partir de las políticas sociales para el cumplimiento de estos derechos se han encontrado en permanente tensión en las últimas décadas (Schellino, 2021). Mientras las discusiones sobre cómo la pobreza en las niñeces difiere de la pobreza en los adultos han ido en aumento debido a la manera en que puede afectar de modo permanente a las personas, la violencia se sigue anclando en los cuerpos y en las vivencias. En este sentido Minujin (2009) advierte que el desarrollo humano y social en las niñeces se encuentra especialmente condicionado por la pobreza económica, medida tradicionalmente a través de un enfoque monetario.
El índice oficial de la pobreza se mide por el método indirecto de línea de pobreza por ingresos a nivel general de la población. Este índice nos indica que, en el primer trimestre del 2020, el 56,3% de las personas de entre 0 a 14 años eran pobres y se estimaba que el 15,6% de ese porcentaje se encontraba bajo la línea de indigencia (INDEC, 2020). Dicho en otros términos, más de la mitad de las niñeces de Argentina no llegaban a satisfacer las necesidades definidas como básicas y el 15,6% no llegaba a cubrir la canasta de alimentos necesaria para la vida que indica la Organización Mundial de la Salud.
Según los datos arrojados por el INDEC (2021) tras la Encuesta Permanente de Hogares que se realizó en 31 aglomerados urbanos, la pobreza alcanza el 31,2% de los hogares, en los cuales reside el 40,6% de las personas. En tanto, el 8,2% de hogares se encuentran por debajo de la línea de indigencia, es decir el 10,7% de las personas. Esto implica que, para el universo de los 31 aglomerados urbanos, 2.895.699 hogares se encuentran por debajo de la línea de pobreza, lo que representa 11.726.794 personas, mientras que 756.499 hogares se encuentran por debajo de la línea de indigencia, lo que representa 3.087.427 personas.
Estos números alarmantes no alcanzan a captar la forma en que la pobreza afecta de manera física, emocional y social a las niñeces (Minujin, 2009). La idea de que un solo indicador determine los “niveles” de pobreza o indigencia, así como de qué modo y en qué medida estos afectan a las diversas poblaciones de un territorio es, por lo menos, distorsiva. En este sentido, el hambre ocupa un lugar primordial en el concepto de pobreza. Es por eso que la privación del acceso a alimentos y la sensación de hambre deben considerarse actos violentos en sí mismos.
De acuerdo con la ONU, las niñeces y juventudes poseen el derecho fundamental a la alimentación. No obstante, según Tuñón y Sánchez (2020) [1], en Argentina, la inseguridad alimentaria de hogares con niñas, niños y adolescentes (0 a 17 años) pasó de 26,1% (2019) a 30,1% (2020); de esos porcentajes, el 6,5% (2019) y el 15,2% (2020) corresponden a hogares con niños, niñas y adolescentes que sufren de inseguridad alimentaria severa, es decir, que experimentan sensación de hambre.
El no sufrir hambre o no tener hambre se convirtió en parte de discursos y discusiones en el último tiempo. Esto puede deberse a los datos mencionados anteriormente en relación al índice de pobreza e indigencia, tal vez en el marco de la renovación de la Emergencia Alimentaria en Argentina (2019). Lo cierto es que suele no invocarse como un derecho sustancial (Sen, 2001), y según estos datos estadísticos, el aumento de la inseguridad alimentaria afecta a millones de niños y niñas en nuestro país. Es decir, millones de niños y niñas en situación de violencia alimentaria.
El hambre no puede -y no debe- considerarse una causa o un efecto de origen y consecuencia único y no puede sólo entenderse a través de la ausencia de alimentos, puesto que involucra privaciones más amplias. Las niñeces expuestas a ciertos tipos de privaciones, incluso durante períodos cortos, pueden sufrir un impacto en su desarrollo a largo plazo. Según UNICEF (2005) las niñeces que viven en la pobreza están privadas de recursos necesarios para sobrevivir. Estas privaciones les impiden disfrutar sus derechos y alcanzar su pleno potencial o participar como miembros de la sociedad en pie de igualdad. La privación de la alimentación es la privación de un disfrute pleno de derechos sustanciales.
En este sentido, De Castro (1983) en Boito y Huergo (2011: 50) expresa que “ningún factor exterior hiere tanto […] como el alimentario. El hambre, en efecto, no lo marca solamente en el cuerpo, sino en su alma: lo “deshumaniza”. [Una persona] que tiene hambre no es, no puede ser, […] libre; el prisionero de su hambre no tiene sino un deseo, un pensamiento, un fin: comer”. Boito y Huergo (2011) reparan en que la comida es un vehículo que lleva consigo diversos significados, sus marcas distintivas y desiguales se trazan desde la infancia y se asocian a experiencias en permanente interacción con otros significados, adquiriendo así un valor simbólico particular que tienen que ver con el afecto, seguridad, tristeza, desconfianza
Entonces la privación de la alimentación es privación de oportunidades y, por lo tanto, violencia. Por eso es que a lo largo de este escrito hemos argumentado que el hambre opera como un hurto presente y futuro. Con ello no estamos aludiendo a una mirada de las niñeces desde la transición a la adultez, sino por el contrario, incorporando una perspectiva asentada desde y por los cuerpos/emociones. El hambre es un acto de violencia que implica la privación en el presente, pero que también embarga el futuro, las posibilidades de ser, estar y habitar el mundo. De allí la centralidad de observar el hambre desde la sociología de los cuerpos/emociones (Scribano, 2013), donde los cuerpos se constituyen en el único modo de ser/estar/habitar y, por lo tanto, el primer lugar a partir del cual problematizar las violencias.
La cuestión del hambre no puede ser discutida sino es a la luz de las desigualdades entendidas como un tipo de violencia estructural (La Parra y Tortosa, 2003). Desde hace ya algún tiempo se ha sostenido y argumentado que en el Sur Global (de Sousa Santos, 2015) se han conformado una serie de desigualdades y violencias estructurales, comenzando por la apropiación desigual de nutrientes (Scribano, 2013). En esta dirección, reconocer el hambre como violencia estructural permite advertir el carácter conflictivo, sistémico y profundamente desigual que tiene el acceso, disposición y apropiación de nutrientes.
El proceso de nutrición se posiciona como acto de construcción de los cuerpos/emociones en, al menos, dos sentidos complementarios: “la arista del consumo que produce subjetividades y la centralidad de los nutrientes como factor social que implica la constructibilidad de los cuerpos” (Scribano, 2013: 80). De esta manera, la desigualdad en el acceso y apropiación de los nutrientes socialmente disponibles instituye la diferencia.
Retomando el título de este escrito, “el hambre es y ha sido un hurto” (Scribano, 2013: 82) y el uso, expropiación y privación de alimentos constituyen eslabones fundamentales de las políticas de los cuerpos/emociones en el capitalismo (Scribano, 2013). Las condiciones de posibilidad de las niñeces de ser, estar, habitar el mundo comienzan entonces por las formas de alimentarse incluso desde el proceso de gestación, y están en directa vinculación con los procesos de producción, distribución y apropiación desigual de los nutrientes, lo que vuelve necesario y urgente su abordaje desde las Ciencias Sociales.
Nota al pie
[1] “Estas hipótesis son parcialmente abordadas a través de la Encuesta de la Deuda Social Argentina COVID-19, que se realizó en la séptima semana de la cuarentena obligatoria. La misma se realizó sobre una muestra panel de hogares entrevistados a finales del 2019 en el Área Metropolitana del Gran Buenos Aires AMBA” (Tuñón y Sánchez, 2020:05)
Bibliografía
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Fotos de sitios públicos de internet.
10 de febrero de 2022
Rebeca Cena
Rebeca Cena es doctora en Ciencias Sociales por la UBA, magister en Derechos Humanos por la UNSAM, licenciada en Sociología por la UNVM. Investigadora de CONICET. Profesora de la UNRC en la Facultad de Ciencias Humanas en la Licenciatura en Trabajo Social. Investigadora del Grupo de Trabajo CLACSO Subjetividades, Sensibilidades y Pobreza y del Grupo de Estudios sobre Políticas Sociales y Emociones del Centro de Investigaciones y Estudios Sociológicos. Estancias posdoctorales realizadas con la Fundación Carolina y la Asociación Universitaria Iberoamericana de Posgrado. Docente de Posgrado en materia de políticas sociales, pobreza y metodología de la investigación social.
Lucía Schellino
Lucía Schellino es estudiante avanzada de la licenciatura en Desarrollo Local Regional del Instituto Académico Pedagógico de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Villa María. Está en proceso de escritura de su Trabajo Final de Grado cuya temática está vinculada a las niñeces, las políticas sociales y el hambre. Becaria CIN durante el periodo 2019 – 2020. Forma parte de proyectos de investigación y extensión de la UNVM. Integra el equipo que obtuvo el segundo puesto en la convocatoria provincial Lideresas con el proyecto titulado “Desenredando jugadas. Mujeres y participación política en ámbitos deportivos”.