Una consulta
Sandra, mamá de Cami -que tiene 13 años e ingresa a tercer año del secundario-, me relata lo siguiente:
–Estoy preocupada. Con mi marido no pudimos manejar a Cami este verano, tuvimos miedo, no pudimos evitar que todas las noches se juntara con sus amigas y grupos de chicos en el muelle[1]. Se quedaban hasta muy tarde, tomaban mucho alcohol. Se repetía todos los días, por lo tanto casi no iba al río ni a la pileta de día, porque tenía desordenados lo horarios. Ella y algunas amigas todavía no van a boliches, pero los fines de semana están las previas que nos preocupan más que la calle. Como a las 2 o las 3 de la madrugada algunos se van a los boliches -encima como hay uno solo en el pueblo se suben varios en un auto y van de un lugar a otro por la ruta- y ella y tres amigas no porque son muy chicas. Las vamos a buscar, pero es una lucha porque quiere venirse en remis. En las previas hay mucho alcohol, es como si estuvieran solos, la familia no está o no aparece. Una noche se descompuso una chica, se asustaron, llamaron a la casa y no contestaban el teléfono, así que la subieron a un remis y la llevaron al Hospital.
Están muy solos los chicos. Ya pasó a fin de año que hicieron una fiesta, no sé quién la organizaba. Alquilaron un club que está alejado de la parte urbana y al lado de la ruta. Ella no fue porque no permitían la entrada a menores de 17 años, pero había un motón de chicos compañeros de Cami, de la misma edad, y los habían dejado entrar. Una mamá que vive por ahí me contó que a la madrugada estaban todos chupados, drogados, vomitando en las casas de los vecinos y sentados al costado de la ruta esperando irse de algún modo. Estaba dando vueltas la policía, pero dice que no puede actuar si no pasa algo. Los policías veían que había menores alcoholizados pero no hicieron nada.
Nos resulta difícil porque entre el peligro que corre y excluirla de los grupos de amigos no sé qué es peor. Esto está tan generalizado que no se puede prohibir todo.

El acontecer adolescente
El relato de la mamá de Cami es uno más entre las narraciones recurrentes de padres de adolescentes.
En una etapa de la vida en la que es sustancial la presencia del grupo de pares -a través del cual los adolescentes van a construir la nueva identidad, la elección de un Yo propio que no quiere ser un clon de las figuras parentales- resulta tan peligroso lo que les ofrece la calle como dejarlos sin ella, como dice Sandra.
Un buen trabajo adolescente, una adolescencia “normal” como dice Susana Quiroga[2], requiere de un alejamiento de los padres. Requiere duelar los padres de la infancia, aquellos que se concebían perfectos, que podían ser magos y superhéroes a la hora de calmar un dolor, arrullar con palabras cálidas y cuidar incondicionalmente. Que esto ocurra es condición necesaria para diferenciarse del deseo de sus progenitores y encontrar un perfil propio.
Un buen trabajo adolescente implica rebelarse contra los padres, desilusionarse, confrontarlos, desestimar sus lógicas y fundamentalmente poner a resguardo la propia e incipiente sexualidad para salir en búsqueda de nuevos modelos para identificarse[3], encarnados en adultos referentes ajenos a la familia y a la vez representantes del mundo al que habrán de advenir -un docente, un entrenador deportivo, por ejemplo-.
Encontrar su nueva identidad implica reconocer su cuerpo nuevo, la alteración del Yo infantil que el desarrollo hormonal genera, identificarse con un rol sexual y descubrir la atracción que el mismo produce (homo, herero), así como reconocer cómo es mirado este cuerpo y cómo es aceptado como sujeto diferente al niño/a que fue. O sea, conocerse de nuevo.
Estos cambios producen angustia, vacío, inseguridad y fundamentalmente una tremenda soledad porque las referencias y cuidados parentales, como decía antes, son desestimados: no alcanzan, no sirven.

Y no solamente se sienten solos de padres[4], sino que están abrumados y avasallados por la fuerza pulsional propia del desarrollo hormonal sexual que no logran controlar. Experimentan un desconocimiento de sí mismo que los aterra. Los empuja una fuerza que desconoce lo que la conciencia moral y las prohibiciones culturales habían incorporado en la infancia. Es así como el débil Yo está invadido de fantasías involuntarias y aberrantes como violar, cometer incesto o zoofilia, por ejemplo.
Para aliviar y ordenar este tsunami interno recurren al grupo de pares –que les es imprescindible- y a controles externos: los de la familia, que debe facilitar la gradual y controlada salida a nuevas experiencias, y el control social del Estado. Aunque se rebelen contra ellos, paradójicamente tales controles los tranquilizan cuando les son impuestos, pues funcionan como diques seguros.
El contexto actual
Existen varios factores socio culturales, propios de tiempos post modernos, que debilitan y alteran los procesos necesarios para tramitar saludablemente esta normal turbulencia para acceder a la adultez.
En primer lugar, todas las civilizaciones han practicado rituales y ceremonias de pasaje entre una etapa del desarrollo y otra: el Bautismo y Primera Comunión de los cristianos, el Bar Mitzvah de los judíos, la fiesta de quince para las chicas, el viaje de estudio[5], muchas décadas atrás la visita inicial de los varones a un prostíbulo acompañados de un adulto varón que simbólicamente lo habilitaba para el ejercicio de la sexualidad adulta, el ritual del rapto del adolescente en Creta (narrado por un historiador del siglo II)[6], entre otros.
Tales ceremonias y rituales indicaban que la cultura de la época y la civilización le abrían al joven las puertas a la adultez, anticipándole que ese mundo al que ingresaría ya estaba pensado por otros. Así el terror que significa estar preso en un cuerpo tan incontrolable como barco en la tempestad se apaciguaba sabiendo de la existencia de otros que ya lo habían vivido, que ya lo habían pasado y que prepararon el nuevo hábitat exogámico en el que poder desprenderse de los vínculos primarios e incestuosos para insertarse en la cultura de lo público. Estas ceremonias otorgaban al adolescente el lugar de ciudadano, con las obligaciones y derechos surgidos de constructos legales para el bien común, desgarrándolo en tanto sujeto de la familia de origen y de los privilegios individuales inherentes a la misma.
En el contexto de post modernidad que mencionaba, las ceremonias y rituales han desaparecido, por cuanto no hay pasaje entre una etapa y otra. Bebes, niños, jóvenes o viejos, todos consumen la oferta para adolescentes.[7]
Esto produce como mínimo tres efectos negativos: no poder identificarse y sentirse perteneciente a una generación, no poder diferenciarse para proyectar un mundo no creado aún y no poder resguardarse de la intromisión de los adultos en los espacios propios.
En segundo lugar y en consonancia con lo antes desarrollado, muchos adultos padres y madres padecen lo que damos en llamar el “ideal de juvenilización”. Esto es la renuencia a aceptar el paso del tiempo, el cambio de imagen y la pérdida de la frescura de la juventud. La separación generacional desaparece tornándose el vínculo más en una complicidad de amigos que en el posicionamiento asimétrico que las funciones exigen.
Esto acentúa la sensación de soledad y abandono pues desaparece también la confrontación necesaria para afirmarse en lo que no es (no es grande, no es padre, no es lo que los adultos quieren que sea), para dejar surgir quien quiere ser.
En tercer lugar, el Estado -o al menos la representación simbólica que los jóvenes tienen de quien debe impartir legalidades para el control y cuidado- no es eficaz, pues como dice la mamá de Cami, el alcohol, las drogas, los accesos a fiestas para mayores o la conducción de vehículos por menores de edad en teoría están prohibidos, pero las prohibiciones pueden transgredirse con total facilidad.
Esto lleva a los adolescentes a tener conductas de tipo “acting”, o sea aquellas adonde el cuerpo se pone en escena y habla en modo de accidentes, intoxicaciones, sobredosis. Los adolescentes, en tanto no se pueden controlar solos, van dejando señales de los riesgos que corren. Suelen dejar expuesta una sesión de intercambio en redes sociales o un chat en el celular que devela vínculos peligrosos, o la mochila abierta con un porro adentro, o hacer picadas en auto sin carnet por lugares con control policial, o tomar alcohol hasta terminar en un hospital para que llamen a los padres. Si estas señales inconscientes no son advertidas por los adultos, las repiten hasta un final tanático. Por lo tanto, el auto-cuidado oscila entre la necesidad de no ser mirado (“hacer la suya”) y la necesidad de alertar al adulto dando este tipo de señales.

La función de la escuela
En el contexto de cuarentena, con la no asistencia al establecimiento escolar, se acentúa el riesgo de la falta de control y referencia adulta mencionados.
Las instituciones educativas son in situ la metáfora del sujeto social. La trasmisión de saberes da por hecho la importancia de la herencia de un pasado, la pertenencia a una generación determinada y la responsabilidad de proyectar un futuro.
Como sujetos en tránsito, los estudiantes son exigidos desde una legalidad extra familiar que los forma para la vida pública.
Lo azaroso de las composiciones grupales permite el enriquecimiento de las identificaciones cruzadas: les permite preguntarse quién soy, quién quiero ser, con qué rol sexual me represento, qué me produce aquél con diferente historia de vida, etnia, religión o ideología.
La falta de asistencia a clases entonces, pone pausa a este indispensable proceso.

Entre las variables que se juegan en la representación social/cultural de la adolescencia, tal vez la del consumo sea la que más ha pesado en la construcción de identidad que define actualmente la etapa.
Una red cruzada de delegación de responsabilidades mutuas ha dejado a los chicos en terreno de nadie.
Los padres culpan la calle y la escuela, la escuela culpa a los padres, los gobernantes restringen sus funciones[8]. Todo esto hace que desaparezcan los vínculos de asimetría necesarios para no dejarlos solos.
Este espacio vacío lo llenó el protagonismo que ganó “lo adolescente” en la cultura de la imagen y la exacerbación del presente, inoculando la ilusión de juventud eterna. Los adultos luchan con sus propias contradicciones y fluctúan entre la impotencia de no poder manejar a los adolescentes y las ansias de estar a la par.
Los chicos se convirtieron en “Los Divinos”[9]: se los entroniza como a dioses, pero se los decepciona con la herencia paupérrima que les dejamos como generación[10].
Y cuando el desafío de cuidarlos ya perdía ante el miedo a ser desestimados por ellos, llegó la pandemia.
El Estado se hizo presente con prohibiciones y controles inéditos y ellos y ellas respondieron, acataron. Salvo excepciones suspendieron fiestas, encuentros y lo que más les gusta en la vida que es estar juntos, a la vez que accedieron a lo que más padecen en la vida, que es permanecer día y noche con los padres. Se cuidaron y nos cuidaron.
El modo pendular con el que tendemos a pensar la educación y el cuidado de nuestros chicos nos alerta a no caer en la antinomia “mano dura” versus “dejar hacer”. Tenemos que lograr abrirnos al debate y re connotar los conceptos de autoridad, libertad y sostén en el marco de las nuevas modalidades de época, de modo de no quedar presos del horror de prácticas aberrantes y autoritarias para poder dar paso a nuevos lazos vinculares y sociales más amorosos y contenedores.
Notas al pie
[1] Camila vive en una localidad de la provincia de Córdoba y “el muelle” refiere a un lugar a orillas de un río en el que se juntan chicos de dos escuelas secundarias del pueblo.
[2]Quiroga, Susana: Del goce orgánico al hallazgo de objeto p. 31
[3]El surgimiento sexual/genital propio de la adolescencia, actualiza de modo traumático el deseo edípico correspondiente a la etapa que va de los 3 a 5 años, momento en el que hubo de tener lugar la renuncia al incesto, prohibición primera de la mayoría de las civilizaciones que ordenan el psiquismo y augura una adecuada integración social. Por lo tanto, excede a la decisión del triángulo parental, el niño debe quedar como tercero excluido del territorio sexual de la pareja a riesgo de psicotizarse y romper con el contrato social. (Aulagnier, Piera, en La violencia de la interpretación, p. 158)
[4]Para salir airosos de la crisis adolescente y acceder a la exogamia, el joven debe elaborar el duelo de la “muerte simbólica” de los padres.
[5]Estos eventos siguen vigentes, pero ya no tienen carácter de ceremonia ritual porque no marcan un pasaje, en tanto fiestas y viajes similares se realizan en otros momentos sin distinguirse de los realizados a los 15 años y en el final de sexto año de secundaria.
[6]Bleichmar, Silvia en Paradojas de la sexualidad masculina, cap. II, p. 52/54, Paidos , 2006, Buenos Aires.
[7]La ropa, la música, la moda, el lenguaje, los espacios recreativos, la publicidad, están dirigidos a los adolescentes y son consumidos por todas las franjas etarias.
[8]Los abusos policiales y las heridas que nos dejó la dictadura militar hicieron que se distorsionen los conceptos de “represión” y “abuso de autoridad” y se confundan con funciones que en un Estado de Derecho deben cumplirse para el cuidado de todos.
[9]Hago alusión al libro de Laura Restrepo que lleva este título y que recomiendo especialmente.
[10]Bauman, Z. en Entre nosotros las generaciones.
Fotos de sitios públicos de internet.
16 de julio de 2020

Susana Amblard
Es licenciada en Psicología y especialista en Psicología Clínica y Psicología Educacional. Investiga desde 2002 sobre temáticas relacionadas con cultura, infancia y educación. Ha publicado cinco libros, entre ellos Aquello de la crianza que no debe cambiar y Más ingenioso que ingenuo, estudio sobre juego, además de artículos y capítulos en textos relacionados con la temática. Cursó la Diplomatura en Estudios Superiores Universidad de Paris 8 “Jóvenes en dificultad: aportes interculturales y prácticas profesionales”. Es docente universitaria y ex psicóloga de niveles primario, secundario y terciario.