El sexting es una práctica bastante extendida, aunque nadie llame así al acto de desnudarse, sacarse fotos y después compartirlas con alguien a través de WhatsApp o redes sociales. “Enviar nudes” quizás resuene más o el vernáculo “mandar fotitos”, con el diminutivo y su plus de significado. Para quienes viven al margen de este fenómeno, escuchar hablar de sexting puede generar sorpresa y perplejidad, pero lo cierto es que las estadísticas locales e internacionales, las investigaciones académicas y los productos de la cultura mediática contemporánea reflejan que se trata de una práctica recurrente y cada vez más naturalizada.
De hecho, los cruces entre tecnologías de la imagen y sexualidad tienen una larga historia. Por ejemplo, los retratos en color pastel del siglo XVIII, usados en los acuerdos matrimoniales burgueses para que los pretendientes se conocieran entre sí (una especie de “proto-Tinder”) o las cartes-de-visite de la época victoriana, pequeñas fotografías personales pegadas a un cartón que se intercambiaban entre amigos y pretendientes con intenciones de seducción.
Durante el siglo XIX, apareció el daguerrotipo y, casi inmediatamente, la comercialización de imágenes de desnudos y escenas sexuales; luego el cinematógrafo y la imagen en movimiento y el primer plano, novedades técnicas puestas rápidamente al servicio del erotismo. El siglo XX trajo las cámaras Polaroid que permitían, convenientemente, sacar fotos sexuales y obtenerlas sin pasar por la casa de revelado; después llegaron las videograbadoras y el VHS y la inédita posibilidad de dirigir e incluso protagonizar coreografías sexuales en el ámbito doméstico.
Finalmente, el último capítulo de esta saga, los medios digitales e Internet, que modificaron una vez más las formas de producir, circular y consumir contenido sexual.
Hoy, el acceso ampliado a los teléfonos inteligentes, su portabilidad, la gratuidad de la fotografía digital, junto con la enorme capacidad de distribución de Internet, hacen que el “sacarse fotos y compartirlas” pueda practicarse con una facilidad nunca antes experimentada. Esto modifica las funciones de la fotografía: lejos de ser aquellas escasas reliquias destinadas a retratar lo extraordinario, organizadas primorosamente en álbumes como una forma de construir y mantener la memoria familiar, hoy las fotos (digitales, inmediatas y fugaces) son gestos instantáneos de comunicación, utilizadas para establecer vínculos sociales y como medio para presentar públicamente nuestra experiencia inmediata.
En los medios de comunicación, en el sexting y en las redes sociales imágenes de variable tenor sexual circulan sin mayor resistencia, con una progresiva extensión y naturalización.
Más allá de los cambios tecnológicos y las nuevas prácticas que habilita la fotografía digital, hay una serie de características culturales que convierten a nuestra época en tierra fértil para sextear. Hoy, cuesta comprender el erotismo implícito en el intercambio de las cartes-de-visite de los victorianos y ver un cortometraje “pornográfico” filmado con un cinematógrafo en 1896 despierta más risas que ardores sexuales. Esto es así porque el concepto de “erótico” o “pornográfico” se construye y define en relación directa con la época histórica y la sociedad en la que nos encontremos. A medida que transcurren los años, los avances técnicos, la habilidad de los medios para elevar el umbral de lo tolerable, el aflojamiento de la censura, entre otros factores, han generado una mayor aceptación de aquellas imágenes antes calificadas como obscenas y que ahora son dadas a ver abiertamente. “Cultura sexualizada” o “cultura pornificada” son nombres que describen este estado de las cosas: ya sea en los medios de comunicación, en prácticas como el sexting o en las formas de presentarnos en redes sociales, imágenes de variable tenor sexual circulan sin mayor resistencia, con una progresiva extensión y naturalización.
Frente a esta situación, encontramos posiciones celebrantes (quienes aplauden este avance en términos de mayor libertad y apertura mental) y posiciones críticas (quienes se alarman y denuncian cierta “degradación” de la cultura). En el medio, hay posturas matizadas que, antes que celebrar o condenar sin más este rasgo de la cultura, se preguntan por sus límites y contradicciones: por ejemplo, las relaciones promiscuas entre sexualidad y mercado o los nuevos mandatos que se esconden bajo las sábanas de la libertad sexual. Apuntalado por el espectáculo mediático y por la siempre expansiva industria del sexo, el imperativo hoy es que las personas desarrollen una variedad de conductas y prácticas sexuales para lograr una performance sexual confiada, desinhibida y siempre dispuesta. Esto es así particularmente para las mujeres: la figura femenina ideal ya no se asienta -afortunadamente- en valores como la decencia, la pureza o la castidad, sino todo lo contrario. La mujer deseable es aquella que disfruta plenamente de su cuerpo y su sexualidad, es independiente, sexy, divertida, provocativa, segura de sí y de su atractivo sexual. Ahora bien (y acá es necesario moderar el entusiasmo), estas nuevas figuras prototípicas traen consigo nuevos mandatos, que suelen aparecer reenvasados como invitaciones amables y “progres” al exaltar el placer, la elección y la confianza, pero no dejan de funcionar como coacciones.
Desde que la revolución sexual de los 60 ubicó al orgasmo femenino en la escena pública y le dio derecho de existencia al placer sexual de las mujeres, el camino recorrido por la sexualidad y sus cruces con el mercado han llegado a derivas insospechadas: hoy, la meta no sería sólo disfrutar del derecho adquirido al orgasmo sino de hacerlo mucho, hacerlo bien y, si es posible, visibilizarlo. Las mujeres se encuentran incitadas a llevar una vida sexual intensa, a la vez que son interpeladas a través de discursos en los cuales el sexo es un trabajo que requiere esfuerzo, capacitación e inversión de dinero (en lencería, en juguetes eróticos, en tratamientos de belleza…). Así, en una época caracterizada por aquello que Foucault llamó “una exaltación de los goces eróticos”, estar siempre dispuesta a una vida sexual activa puede volverse eventualmente una exigencia, con sus correspondientes fracasos y sensación de “no estar a la altura”.
El sexting no admite reducciones que lo coloquen definitivamente del lado de la mercantilización o espectacularización de la sexualidad o en el polo de la libertad y el placer.
Volvamos al sexting: los discursos mediáticos y sociales sobre estas prácticas suelen aparecer fuertemente polarizados. Encontramos por un lado discursos abiertamente celebrantes que la conciben como una práctica testigo de la liberación sexual o, por el contrario, discursos construidos desde un pánico moral y sexual que aconsejan directamente la abstención. En el primer caso, el sexting se presenta con una multiplicidad de sentidos positivos: es una forma de expresión sexual para mujeres empoderadas, una práctica que pone en primer plano la agencia femenina a la hora de elegir cómo mostrarse e incluso una forma de luchar contra formas estereotipadas de representación sexual. En el segundo caso, el sexting aparece indisolublemente unido a prácticas criminales y sexistas (como el grooming, el ciberacoso, la sextorsión) y se configura como un ejercicio peligroso en sí mismo que es necesario desalentar.
Frente a este escenario, encuentro más interesante detenerse en ciertos rasgos que adquiere la práctica del sexting en las mujeres, especialmente aquellos que aparecen en tensión tanto con las miradas celebrantes como con las críticas. Por ejemplo, para muchas jóvenes que entrevisté, el sexting por momentos puede vivirse como “un trabajo”, en relación al tiempo y esfuerzo que les lleva fotografiarse de modo tal que se “capitalicen” visualmente los rasgos de sí mismas que consideran deseables (generalmente en sintonía con una figura hegemónica: delgada pero voluptuosa, armónica, con la piel tersa). En relación con esto y en tanto los varones pueden ser muy insistentes con el pedido de fotos, suele ocurrir que las jóvenes accedan a sextear sin tener realmente ganas de hacerlo. En estos casos, emerge un aspecto fuertemente contradictorio del sexting, que obliga a reflexionar sobre los límites del consentimiento y cuánto del deseo propio está puesto en juego cada vez que se sextea. La fuerza del mandato sexual contemporáneo muestra su cara coactiva especialmente cuando no se alcanza y se revela particularmente en los afectos negativos que afloran al no “dar la talla”, como la culpa, la ansiedad o el menosprecio por sí mismas. Además, si bien la época incita a las mujeres a sentirse libres de mostrar su cuerpo, siguen operando posturas sexistas que las colocan en una posición de mayor riesgo respecto de los hombres. Así, compartir una foto erótica es una apuesta peligrosa con un final siempre incierto, acompañada por la constante posibilidad de sufrir variadas formas de violencia machista.
Pero al mismo tiempo, y he aquí la complejidad de la práctica, el sexting aparece ligado al placer y al juego, en los cuales las mujeres manifiestan su poder de agencia y decisión, rescatando los sentidos que su ejercicio tiene para ellas. Si bien es evidente que producen sus fotos para que alguien más las vea y suele ser el halago del otro lo que activa el placer sexual, la razón última para sextear es “sentirse bien”, dando cuenta la importancia central que adquiere el placer propio. El sexting aparece cargado de significantes: no es sólo una fuente de placer sexual, una forma de vincularse con el otro y satisfacerlo sino también una forma de autoexpresión y, eventualmente, una práctica con rasgos políticos, al articularse con la libertad sexual y su ejercicio.
De esta manera, el sexting se configura como una práctica compleja, que no admite reducciones que la coloquen definitivamente del lado de la mercantilización o espectacularización de la sexualidad o en el polo de la libertad y el placer. Para abordarla y eventualmente comprenderla en profundidad, es necesario un esfuerzo intelectual que abrace sus contradicciones, tensiones y matices como partes constitutivas e irrevocables de su ejercicio.
* Esta nota se basa en una investigación que llevé a cabo para mi tesis doctoral, en el marco de la cual realicé a mujeres cisgénero de 18 a 25 años una serie de entrevistas sobre sus prácticas de sexting. Dicha investigación se recoge en mi libro Mandar fotitos (Eduvim y UNRN, 2023).
1 de agosto de 2024
Valentina Arias
Doctora en Ciencias Sociales (UNCuyo), Magíster en Psicoanálisis (Universidad del Aconcagua) y Licenciada en Comunicación Social (UNCuyo). Investigadora y docente de grado y posgrado. Sus temas de investigación giran en torno a jóvenes, medios digitales e imágenes, con énfasis en los modos de autopresentación y en las formas de ejercicio de la sexualidad. Autora del libro Mandar fotitos. Mujeres jóvenes, imagen y sexualidad en la era digital (EDUVIM y UNRN, 2023).