Es imposible expresar con palabras las cosas que con palabras no pueden expresarse: una de esas cosas es el zen, escribió el filósofo japonés Daisetsu Teitaro Suzuki. La frase aparece en la introducción a un libro en el que un profesor alemán relata su experiencia en Japón como aprendiz de kyūdō, el arte del tiro con arco. En mi humilde vivencia como practicante de yoga he comprobado en alguna medida las implicancias de la observación de Suzuki. Y siempre recuerdo las palabras que los estudiantes de disciplinas vinculadas al budismo suelen escuchar de sus maestros: vale más un gramo de práctica que una tonelada de teoría.
En la literatura zen es frecuente encontrar narraciones acerca de momentos en que los grandes maestros, incluyendo a Buda, responden con silencio a las preguntas de sus discípulos. En esos relatos también abundan los episodios en que los maestros contestan con frases que parecen no guardar relación con aquello sobre lo cual se los ha interrogado. Es que en la concepción zen el lenguaje no es la herramienta principal para conducir al conocimiento, más bien todo lo contrario: para el zen las palabras nos alejan de lo real y nos separan de lo universal.
El zen es fundamentalmente práctica: si uno quiere saber de qué se trata tiene que practicar. La experiencia puede ser narrada, pero es intransferible. Sin la experiencia, lo que pueda leerse o escucharse acerca de una práctica zen suena demasiado simple o demasiado complejo, demasiado ordinario o extraordinario, demasiado misterioso. Y en realidad lo que llega a conocerse con la práctica es todo lo contrario al misterio: es la condición natural del ser humano. Uno de los principales postulados del zen es que nada está oculto, afirmación que el maestro Dōgen escucha por primera vez siendo muy joven de boca del sabio cocinero de un templo, según cuenta la historia.
Nada está oculto, pero sin embargo no conocemos realmente nuestra verdadera naturaleza. El zen se propone como vía para conocerla, una vía que hay que practicar con el cuerpo y con la mente en unidad, una vía que no está hecha de palabras. Paradójicamente, una de las cosas que primero llegaron a mí bajo la etiqueta zen fueron poemas de monjes orientales como Taneda Santoka o Ryokan y algunas frases del maestro Dōgen. La iluminación es intimidad con todas las cosas, leí. Esta afirmación me alcanzó, tocó algo dentro de mí, algo que soslayaba la comprensión intelectual. Es decir, hizo conmigo lo que hace la poesía. Quizás por eso, quizás desde la fe en que las palabras pueden ser -a veces, al menos- umbrales, es que entablo esta conversación con la maestra zen argentina Ariadna Dosei Labbate.
Para el budismo el ser humano es amoroso y compasivo por naturaleza. ¿Cómo se explica entonces que vivamos en un mundo donde el amor y la compasión no predominan?
Ocurre que desconocemos nuestra verdadera naturaleza, estamos profundamente intoxicados de estímulos, ideas erróneas, falsas concepciones, prejuicios, miedos. Cuando desconocemos cómo funcionan nuestros pensamientos, creemos que esas voces que nos atraviesan y nos habitan son la realidad. Y no son la realidad, son como los comentaristas de un partido: una cosa son los comentarios y otra cosa es el partido. Nos subimos al tren de pensamientos, algunos inspiradores y otros demoledores, violentos. Esto genera sentimientos, emociones, y de ahí se despliegan nuestras acciones.
Para cortar este desconocimiento, esta ignorancia que es la raíz del sufrimiento humano, hay que poder parar, detenerse, observar el pensamiento, volvernos íntimos con el funcionamiento de nuestro cerebro, de nuestro cuerpo, con nuestra naturaleza original, con el orden del cosmos que somos. Hay que comprender dos cosas fundamentales. La primera es que todo es interdependencia, que estamos todos vinculados en tiempo y espacio en una trama de existencias, que somos resultados de contextos, que estamos completamente ligados a lo colectivo. La segunda cosa fundamental que hay que comprender es la impermanencia. Estamos continuamente en procesos de cambio y transformación porque la naturaleza del tiempo y del espacio es impermanente, y somos tiempo y espacio expresándonos en este gran misterio de la existencia.
Todos podemos detenernos y hacer esa experiencia, es volver a la naturaleza original. Todos podemos comprender que todo es ilusión.
Concebís al zen como realización espiritual que hacemos con nuestro cuerpo. ¿De qué manera esta práctica nos aparta del sufrimiento y nos acerca a conocer nuestra verdadera naturaleza?
Dōgen dice: conocerse a sí mismo es observarse a sí mismo, observarse a sí mismo es olvidarse de sí mismo, y olvidarse es ser certificado por todas las existencias del cosmos. Quiere decir que en ese olvidarse uno encuentra la posibilidad de conectar con espacios más grandes, espacios que tienen que ver con lo que es nuestra verdadera singularidad. Somos seres extraordinarios, pero es como si nos hubieran dado un súper dispositivo para habitar todos los planos de nuestra conciencia y no nos hubieran dado el manual de instrucciones. Creemos que lo que nos constituye es poder darle respuesta al deseo, corremos detrás de cosas como hamsters dentro de una rueda, con insatisfacción constante. Esa insatisfacción genera violencias, frustración. Así opera el desconocimiento de que afuera no hay nada para alcanzar, de que todo se trata de adentro y que dentro de nuestra naturaleza ya tenemos todo.
La realización espiritual que hacemos con nuestro cuerpo es zazen. Nos sentamos con el cielo y con la tierra, en la quietud, y en la contemplación lo que se revela es inconmensurable.
La realización espiritual que hacemos con nuestro cuerpo es sentarnos en zazen. Nos sentamos con el cielo y con la tierra, en la quietud, y en la contemplación lo que se revela es inconmensurable. Si uno está disponible, receptivo a la escucha, lo que va descubriendo es que se vuelve íntimo con la existencia. Estar consciente de esta verdadera naturaleza es habitar una dimensión milagrosa, todo se ilumina desde allí. El silencio que da la quietud, poder concentrarse en el cuerpo, en la respiración, en la postura, posibilita que se apacigüe el cerebro frontal, que paren esas narrativas en las que vivimos inmersos, que entremos en otra dimensión, más allá del pensamiento. Se activa el cerebro profundo, el que está ligado a la memoria de la especie, y toda esa información universal se nos revela. Se escucha con el cuerpo y con la mente, se entra cada vez más profundo como Alicia dentro del agujero. Y cada vez más profundo es también cada vez en mayor conexión con el universo, por eso decimos que nuestro verdadero cuerpo es el cosmos entero. Y cada vez más profundo es cada vez más calmo. Podemos estar en un estado similar al que tenemos cuando dormimos profundamente, pero en estado de vigilia. Otro estado de consciencia. Es algo que se siente muy natural, nada extraordinario.
Esa es la experiencia espiritual que se hace con el cuerpo. Esta cultura nos ha desconectado de la experiencia ligada al cuerpo, pero el hecho es que realizamos nuestra existencia a través del cuerpo, y cuerpo y espíritu están en total unidad. Nuestro cuerpo es espíritu en sí mismo, no hay distinción.
¿A qué se llama ego desde una perspectiva budista?
Lo que entendemos por ego no tiene sustancia, es un conjunto de variables que colapsan en un determinado tiempo y un determinado espacio: sensaciones, percepciones, sentidos. Se actualizan a cada momento: no somos la misma persona que ayer o que esta mañana, nuestra consciencia es otra. Para abandonar el ego primero hay que tenerlo. Es importante porque es el vehículo que nos permite coordinar con los demás, experimentarnos. Pero hay que tener un ego universal, porque el personal es chiquito, aburrido, neurótico, se queda pequeño en relación a las posibilidades de nuestra existencia, de vivirnos como los seres creativos que somos y comprender que en la dimensión universal uno no es tan importante, tampoco.
Vivimos en un tiempo en el cual hay una gran identificación con los objetos, parece que tener hace a nuestra identidad. Tener título, reconocimiento, cosas. Y el ego ha pasado a vivirse de esta manera, como si nuestra identidad fuera un objeto al que hay que adornar, maquillar. Es dolorosa esa gran identificación con ese yo que nos separa del otro. Mecanismos como la competencia, el culto del individualismo, generan egoísmo y finalmente violencias. Estamos en tiempos muy extremos en relación a esto.
¿Mente y espíritu son lo mismo para el budismo zen?
La mente es vehículo del espíritu, está integrada en el espíritu. Como el cuerpo, que también es vehículo del espíritu. Por eso en el budismo mahāyāna es tan importante la práctica y realizar la experiencia espiritual a través del cuerpo, porque todo el cuerpo piensa y respira, no sólo pensamos con el cerebro. Estamos muy identificados con el cerebro, pero la realización del espíritu se hace desde el cuerpo entero, desde la consciencia total. Querer realizar el espíritu sólo desde la mente es como querer morderse la cola. En nuestra cultura estamos muy desconectados del cuerpo, del habitar el propio cuerpo, se cree como dijo Descartes que pienso, luego existo y en realidad estamos religados al cielo y a la tierra, esa es nuestra condición natural.
¿Existe la felicidad desde una perspectiva budista?
La felicidad tiene que ver con darse cuenta de que lo tenemos todo, no hay nada que alcanzar, nada que obtener. Nada para atrapar. Cuando uno comprende eso todo se vuelve muy tranquilo. Es una felicidad muy apacible. Como monja, practicante y maestra por momentos también sufro y me preocupo. Pero realizo la experiencia sabiendo profundamente que no hay nada que atrapar, que todo es impermanente. Eso es profundamente dichoso y sin miedo, cambia todo. La felicidad, en síntesis, es estar despiertos a nuestra verdadera naturaleza.
¿Cuál sería el mejor sistema social para el budismo zen?
Hay que crearlo desde el conocimiento profundo de nuestra naturaleza. Si estamos conscientes de que no hay nada que obtener, todas las relaciones cambian radicalmente. Desaparecen el espíritu depredador que nos habita, la avidez por consumir, la sed por tener. En las experiencias de los retiros lo podemos vivenciar, por momentos. La energía que nos da la práctica, que pone los cuerpos muy fuertes y los espíritus muy claros, no la ponemos en filosofar acerca de la experiencia de zazen sino en trabajar, hacemos lo que llamamos samu, trabajo sin espíritu de provecho. En el samu todo es importante, no hay categorías: cocinar, lavar los baños, dedicarse a las transcripciones o a las lecturas. Lo importante es concentrarse en el aquí y ahora y hacer sin huella, que significa hacer las cosas hasta el final y de la mejor manera posible, entregar el espíritu completamente en la tarea. Eso genera dinámicas muy simples, puras, fluidas, cada uno está concentrado y no hay identificación ni competencia.
Nuestra condición natural es dar antes que tomar. Nuestro espíritu es feliz cuando da. La práctica del zazen es una práctica de dar. Si no hay nada que atrapar se pueden generar vínculos solidarios, donde haya espacio para todos. Las reglas sociales existen porque tienen que ver con la ignorancia de la que hablábamos antes, si fuéramos individuos maduros podríamos autorregularnos responsablemente. Pero nuestra construcción social es muy infantil y dañina en ese sentido. Va al revés de la vida misma. Esta cultura de desconocimiento, de profunda desconexión con la vida, nos lleva a la destrucción. En cualquier momento nos quedamos sin planeta. Es muy serio lo que estamos viviendo, estamos en un límite que ojalá nos lleve a un gran despertar colectivo.
Hay lugar para todos en este planeta, hay comida y recursos suficientes. Es un tema de consciencia. Depredar la tierra es algo así como practicar autofagia. Pero podríamos tenerlo todo, el planeta es un paraíso. Al inicio de la pandemia pudimos experimentar lo que pasó cuando se detuvo la intervención del ser humano: la tierra volvió a regenerarse, volvieron a aparecer los animales. El dogma del desarrollo y el crecimiento desmesurado hace mucho daño. No tenemos idea tampoco de lo que la tecnología que creamos genera en los cerebros y los espíritus. Esto que parece ser estar conectados es profunda desconexión. Hay que apagar los teléfonos y darse cuenta de lo que es la experiencia con la realidad de manera directa, sin mediación, sin colonización. Las pantallas nos conectan con narrativas emocionales que nada tienen que ver con las verdaderas narrativas de la vida. Tenemos completamente intervenida nuestra conexión con el espíritu.
Contabas que desde Kodo Sawaki la idea es que los monjes vivan en sociedad, no recluidos en templos todo el tiempo. Entiendo que esto te enfrenta de manera bien concreta con la enseñanza zen de que todo lo que se presenta en la vida cotidiana es práctica. ¿Cómo es tu experiencia en ese sentido?
Se vive naturalmente, no hacen falta muchas cosas. Uno se va organizando, decide dónde vivir, el ritmo de trabajo, de descanso. Tiene que ver con el gozo de vivir la vida, de estar disponible para vivirla lo mejor posible. Si hay que ir al infierno a armonizarse con situaciones, se hace. Hay lugares más difíciles que otros, como las grandes ciudades. Hace años que no voy a Buenos Aires, es un contexto que tiene determinados rituales que no soporto más, al cabo de dos días me empiezo a sentir mal físicamente. Ruido, aglomeración, smog. Son elecciones de vida.
Es difícil encontrar ahora espacios más limpios. El lugar donde está el templo es un vergel, es una bendición, no hay ni señal de celular. La fauna y la flora están bastante intactas. Bajo al pueblo y estoy en mi casa. Pero el teléfono, la pantalla de la computadora, son energías que desvitalizan, que hay que saber administrar, que cansan el cuerpo y formatean nuestra emocionalidad. Se vuelve un arte irse gestionando. Cuando uno va despertando la consciencia del cuerpo lo más natural es cultivar lo nutricio en los hábitos cotidianos.
¿Qué es la muerte para el budismo zen?
La muerte es una dimensión de la existencia, va de la mano de la vida. Cuando nos vamos a dormir no tenemos miedo de volver a despertarnos o no, nos entregamos. Morir es igual. En los sutras antiguos se dice que hay miles de cosmos y universos y tiempos y espacios y vidas y existencias: desde esa perspectiva todo se vuelve un pequeño grano de arena. La muerte es sin importancia, lo importante es comprender qué es eso de estar despiertos aquí y ahora.
Para el budismo el ser humano y todas las existencias tienen la naturaleza de Buda, una naturaleza divina. Así como el cuerpo y la mente de Buda perecieron, nuestro cuerpo y nuestra mente perecerán. Así como Buda despertó, nosotros tenemos la capacidad de despertar. Por eso Ariadna afirma, siguiendo a sus maestros, que no practicamos para alcanzar la iluminación: practicamos porque ya estamos iluminados.
Desde esta perspectiva, despertar no es otra cosa que darse cuenta de lo que realmente somos ya. Y en el camino de conocimiento y aceptación de nuestra propia naturaleza se revela también con claridad la naturaleza de nuestra existencia. En sus famosas Instrucciones al cocinero, Dōgen explica que, si bien es necesario separar la arena del arroz antes de cocinarlo, tanto el arroz como la arena son parte de nuestra vida. Aceptar la existencia tanto del arroz como de la arena es entender el orden cósmico y el lugar que tenemos en él. Y seguir el orden cósmico es ser como el pez en el agua o el pájaro en el aire: nuestra vida se realiza armónicamente, más allá de nuestros deseos o nuestras aversiones.
En primavera, flores./ En verano, el canto del pájaro./ En otoño, la claridad de la luna./ En invierno, la nieve fría. Cuando leí por primera vez estos versos de Dōgen no pude apreciarlos, me parecieron demasiado llanos, carentes de misterio. Fui descubriendo que es justamente porque no guardan ningún misterio. Encarnan una revelación tan grande y tan evidente que se escapa a la comprensión intelectual. La belleza y la verdad de esos versos es la misma que vive en nuestro espíritu. Ese espíritu que se realiza en nuestro cuerpo y nuestra mente y que el zen nos propone conocer.
En esta nota
Ariadna Dosei Labbate nace el 11 de marzo de 1969 en Buenos Aires Argentina. A los 20 años se encuentra con la práctica del zazen. Con 23 años se ordena monja zen de la mano del maestro zen Kosen Thibaut, discípulo de Taisen Deshimaru. Se vuelve discípula y secretaria del maestro Kosen para América Latina. En el año 1994 funda el Centro Zen La Perla del Dragón en Montevideo Uruguay. En el 2001 funda el Dojo Zen Florida en la Provincia de Buenos Aires. Desde el 2005 se encuentra llevando adelante el Templo Zen Shobogenji, en Capilla del Monte, Córdoba. En el 2015 recibe la transmisión del dharma junto a otras tres monjas mujeres de la mano de Kosen Thibaut en el Templo Yujo Nyusanji en Francia.
Fotos y videos de sitios públicos de internet.
6 de enero de 2022
Carina Sedevich
Se graduó en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional de Villa María. Cursó el doctorado en Semiótica en el Centro Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba. Es autora de dieciocho libros de poesía. Su obra poética ha sido publicada en diversos países de Europa, Norteamérica y Latinoamérica, incorporada a antologías nacionales y traducida al portugués, al inglés, al italiano, al mallorquín y al polaco. Practica Yoga y Meditación, se forma e investiga sobre esas disciplinas. Coordina Ardea | Revista de arte, ciencia y cultura desde la Secretaría de Comunicación Institucional de la UNVM.