Armamos esta mesita, tenemos este tablón, tenemos los banquitos y una cocina con anafe, bacha y agua. En la casa verde menta del barrio Nicolás Avellaneda, Thelma habla del merendero comedor que gestiona desde hace tres años. Con buen ánimo enumera cada cosa mientras el ojo que ve bien anticipa la llegada de Sebastián. Thelma le dice: ¿cómo está, don Sebastián? Pase nomás.
Sebastián Bautista tiene más de sesenta años, vive en el barrio y todos los días es una de las 160 personas que asisten al merendero comedor Esperanza, que también es la casa verde menta donde viven Thelma y su familia desde que se mudaron de Córdoba a Villa María en el 2011. Cuando Giuliana, la hija de Thelma, lo ve al asomar la cabeza, sale a entregarle su merienda del día, para perderse dentro de la casa después.
Sebastián guarda con cuidado el pan dulce y el vaso térmico con té en una bolsa de plástico blanco. Viste un conjunto deportivo azul, como si fuera un profesor de gimnasia jubilado o el director técnico de un equipo. Se detiene un momento antes de irse.
– ¿Cuál es su gracia, señorita?
– Noelia, vine a conocer a Thelma, me contaron sobre su comedor.
– Ah, sí, yo le debo bastante. No tengo estudios, vio, y no es por falsa adulación, pero estoy muy agradecido con la señora Thelma, su familia y sus colaboradores. Cómo se nota cuando no percibimos esto, porque uno está con lo mínimo. Es una ayuda muy necesaria. Además, ¡qué rico que cocinan, eh!
Thelma sonríe y permanece con los dedos entrecruzados sobre la mesa.
– Gracias, don Sebastián.
– Gracias, Thelmita, hasta mañana. Y adiós, señorita, un gusto.
Lunes, miércoles y viernes hay cena, martes y jueves merienda, cuenta Thelma, y aclara que solo los días de merienda se permite descansar, cuando su hija Giuliana de 16 años se encarga de todo. Ella se ofreció, le gusta. También nos ayuda a hacer los postres, los flanes, el arroz con leche… es de gran ayuda, dice.
Tiempo atrás, pero en Córdoba capital, una Thelma de quince años también empezaba a interesarse por los quehaceres de su madre, coordinadora de un comedor apoyado por Cáritas. La parroquia les garantizaba los elementos para cocinar y servir la comida, la heladera, los tablones para que la gente pudiera ir a comer al lugar y las hormas de queso que siempre destacaban del resto de los alimentos, garantizando una merienda o cena bien reforzada, describe Thelma.
Su madre estuvo a cargo de ese comedor durante diez años hasta que falleció por una diabetes sorpresivamente desbordada. Thelma tenía 28 y con la marca de esa ausencia continuó poco tiempo más trabajando como ayudanta de cocina en el comedor, porque le pagaban un sueldito y para entonces ella también ya era madre de sus primeras tres hijas.
Thelma dice que tuvo una infancia feliz como la mayor de seis hermanos. Que sus padres siempre le enseñaron a valorar el plato de comida y que la ayudaron cuando se descubrió siendo madre soltera a los 19. Que antes tuvo que dejar la escuela secundaria porque en esa época el kilo de azúcar costaba diez pesos a la mañana, y a la tarde costaba veinte, y si no había para comer, menos para ir a la escuela. Que eso la marcó, insiste, y que se acuerda hasta hoy. Será por eso que también pertenece al Colectivo por la Digna Educación que todos los años gestiona mochilas y kits escolares para que chicas y chicos puedan ir a clases. ¡Y qué mochilas, y qué útiles!, comenta Thelma con un atisbo de felicidad en la cara.
– ¿Sentís que heredaste algo de tu mamá?
– Sí, soy como mi mamá. Mi mamá era así, venía gente que necesitaba y le decía “Ey, Juanita, ¿no tenés un poquito de azúcar?”, y mi mamá nos sacaba a nosotros para darle. Yo soy así. Eso heredé de mi mamá, y lo sociable.
Las hijas sanan algo en sus madres/ la vida funciona de ese modo, un hilo/ sigue por las lenguas y los vientres, escribe María Teresa Andruetto en su libro Cleofé.
Me gustaría que cada familia pueda tener su trabajo, que sus hijos puedan comer bien, que madres y padres puedan decir “trabajé y les puedo dar esto a mis hijos».
Un día común en la vida de Thelma empieza a las seis y media de la mañana. Las cortinas de su casa se abren a esa hora para dejar entrar la luz y en el patio los perros se arrinconan cerca de la puerta tras advertir el movimiento de sus pasos. Thelma sale para deducir cómo estará el clima durante el resto de la mañana y los perros le saltan encima festejando su aparición. Cuando dan las siete y veinte, una trafic de la cooperativa pasa a buscarla.
Desde hace seis años Thelma trabaja en la planta de clasificación, acopio y compactación de residuos sólidos urbanos que forma parte de la cooperativa 7 de Febrero, una organización integrada casi en su totalidad por mujeres.
-Clasificamos todo tipo de materiales, cartón, papel, nylon, metal… pero dentro de la cooperativa no somos todas clasificadoras. La cooperativa tiene distintos sectores, está el que se ocupa de los baños públicos que hay en los parques de Villa María, y después está el sector de barrido y limpieza, que se encarga de las plazas. Somos 23 mujeres trabajando.
– ¿Y vos cómo empezaste?
– Mi marido se había quedado sin trabajo y a través de la municipalidad conseguí entrar en la cooperativa. No conocía nada de ese rubro y tuve que aprender a la fuerza porque necesitaba el dinero, dependíamos de lo que yo ganara. Después mi marido consiguió un trabajo estable y me preguntó si quería renunciar, pero no quise, me empezó a gustar mi trabajo.
– ¿Te acordás cómo fueron tus primeros días?
– Los primeros días, la verdad te digo, fueron una tortura. En la planta nosotras trabajamos y reciclamos dentro de la basura, de ahí sacamos los materiales, así que imaginate, yo nunca había trabajado así. Después me gustó porque aprendí mucho, ya sé todo sobre clasificar, conozco los materiales y con esto puedo decir, así sea poco o mucho, traigo algo a la mesa, les puedo comprar un par de zapatillas a mis hijos. Eso me da una satisfacción enorme.
Thelma regresa a su casa a las tres de la tarde. Se baña, almuerza y luego descansa un rato sin dormir siesta. Si es lunes, miércoles o viernes, es día de cena en el comedor. Entonces espera a Pablo, un músico errante, y a dos mamás del barrio, Natalia y Paola, que llegan a las cinco de la tarde para empezar a cocinar.
– Cuando terminamos de picar todo, nos sentamos a tomar unos mates, nos damos ese breve relax mientras la comida se va cocinando. A las ocho empezamos a entregar las viandas y terminamos cerca de las diez. Todos somos voluntarios, no cobramos nada.
El ojo que ve mal de Thelma tiene uveítis crónica. Se me pega la retina con el iris, ya me operaron de cataratas, pero ahora es como si tuviera otra nubecita que no me deja ver bien, explica Thelma luego de frotarse los ojos. En la mesa descansan un par de lentes con vidrio solo del lado izquierdo, para el ojo que ve bien.
El ojo que ve mal de Thelma, ¿qué mira?
La tarde avanza sobre la casa verde menta. Es un martes de febrero y las horas corren amenas entre niños que entran y salen, perros que juegan cerca y las últimas porciones de pan dulce con té del día. ¿No hay merienda hoy?, irrumpe una voz desde la vereda. Es una mujer rubia que espera junto a dos niñas pequeñas. Sí, anda la Giuliana por ahí, pasá, le dice Thelma.
Al rato aparece Débora, una de las hijas mayores de Thelma. Tiene 20 años y llega acompañada de su hijo en brazos. Todos en el barrio la conocen como Luz, porque es bien blanca, cuenta Thelma, y de niña se parecía al personaje principal de la novela Luz Clarita.
Luz mira con cierto desinterés la escena de su madre hablando sobre su vida. Se sienta en una silla de plástico cerca, y solo cada tanto alza la vista de su celular dejando entrar una mínima posibilidad de incluirla en la conversación.
-¿Cómo se llama tu niño?
-Mirko, tiene dos años.
-¿Es tu primer hijo?
-Sí.
-¿Y estabas nerviosa por su nacimiento?
-Naa, pero sí se me abrió la cesárea después de una semana, me tuve que poner azúcar La Fronterita. Estuve internada y durante un mes tuve las siete capas abiertas.
Sí, azúcar La Fronterita, confirma Thelma.
Thelma tiene seis hijos. Cuatro mujeres y dos varones. No. Thelma tiene siete hijos, cinco mujeres de 26, 24, 20, 16 y 8 años, y dos varones de 7 y 3 años. Algunos tienen nombres y otros solo edades o lugares donde viven.
-Tengo la hija más grande que tiene 26 y una hija de 24, la de 26 vive en Córdoba, la de 24 tiene un nene, pero ya tengo cuatro nietos en total. Mi hijo más chiquitito tiene tres, se llama Máximo, ¡todavía no sabemos cómo llegó! Un día me empecé a sentir mal en el trabajo. Resultó ser que estaba embarazada.
-¿Y cómo se lleva tu familia con tu trabajo en el comedor?
-Al principio, a mis hijos les costó mucho adaptarse porque venía mucha gente a la casa. No tenían contacto con los vecinos, eran muy antisociales. Ahora tienen que ser sociables. A mi marido le sigue costando, reniega de esto, ve la necesidad de la gente pero dice que no me queda tiempo para la familia, para ellos. Cuando ve que las cosas mejoran con todo lo que hacemos, cambia de opinión. Este comedor es una ayuda para mí también, mi familia recibe un plato de comida de acá.
Como la mayoría de las encargadas de comedores y merenderos populares, Thelma ejercita una astucia gastronómica que le permite hacer durar cada donación de alimentos que llega para nunca tener que decir hoy no a los niños y adultos que esperan que hoy sí y que mañana también. A veces una suerte de bendición se despliega y aparecen la Cruz Roja Nacional, la Bancaria de Villa María o un grupo de jóvenes del Rotary Club, y por unos meses Thelma puede descansar tranquila, planificar con tiempo el menú, administrar la carne y los quesos y agradecerle a su Dios por otro día más.
Los trámites para que el merendero comedor Esperanza tenga personería jurídica todavía están en proceso. Solo así podrá empezar a ser reconocido, institucionalmente, como comedor y contar con las donaciones mensuales del Banco de Alimentos local, recibir ayuda de empresas grandes o gestionar proyectos con Nación. De esto se enteró Thelma buscando en Google.
-¿Cambiarías algo de tu vida, Thelma?
-Hasta ahora, creo que no. Lo único que me gustaría es no tener este comedor, en el sentido de que no haga falta que exista, que cada familia pueda tener su trabajo, que sus hijos puedan comer bien, que madres y padres puedan decir trabajé y les puedo dar esto a mis hijos. Es lo único que yo cambiaría.
Para llegar a la casa verde menta del barrio Nicolás Avellaneda, hay que atravesar varias calles con nombres de intendentes. Para irse, es posible esquivarlas pero la geografía marrón será la misma durante varias cuadras. Marrón de las calles de tierra que se levanta con la ventolera y se pega en las paredes de las casas, en los perros que corretean entre los niños, en la gente. Marrón que por momentos no deja ver nada. La casa verde menta, a lo lejos, se vuelve un faro.
Fotos de la Secretaría de Comunicación Institucional de la UNVM.
15 de marzo de 2021
Noelia Mansilla
Nació en Metán, Salta, en 1995. Trabaja como periodista y forma parte del área de prensa y comunicación del Colegio de Psicólogos Delegación Villa María. Coordinó talleres de extensión universitaria con temáticas vinculadas al género. Incursionó en la radio como productora, conductora y columnista. Es cancionista y lectora. Actualmente vive en Villa María, Córdoba, con su amiga Sila y un gato llamado Wachi.