Carolina Almirón nació en Chazón, Córdoba, hace 27 años. Es ingeniera agrónoma y desde el 2018 trabaja como becaria del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) en su camino a doctorarse en la Universidad Nacional de Villa María.
Para intentar dilucidar cuál es el recorrido que la trajo hasta la actualidad, elige comenzar narrando los atardeceres de su infancia donde aprendió a parchar su bicicleta y otros quehaceres relacionados con pasársela entre motores y herramientas gracias a su padre, quien por muchos años fue trabajador rural, y su hermano mayor, mecánico de motocicletas.
Algunos años después, esos saberes le permitieron atravesar materias rigurosas como Maquinaria Agrícola, una “de las más temidas” de su carrera universitaria. Sin embargo, admite que, antes de optar por estudiar Agronomía, nunca sintió demasiado interés por el campo.
Recién en los últimos tramos de sus estudios secundarios en Chazón -donde el único colegio es agrotécnico- empezó a descubrir “un mundo del campo” que no conocía y que tenía que ver con la producción hortícola e industrial, la cría de conejos, y el tambo a pequeña escala.
“Ahí empecé a entender que existían otros campos y que no todos se parecían al campo del agronegocio donde mi papá era explotado”, revela.
Carolina es, además, la primera generación de universitarios en su familia. Pudo plantearse a sí misma la idea de llegar a serlo incentivada por varios profesores del colegio. Y aunque la situación económica en su hogar no auguraba esa posibilidad, pudo lograrlo con ayuda de su madre, padre y hermano.
“Un montón de oportunidades -desde políticas públicas hasta familiares y personales-, me trajeron hasta acá”, cuenta.
Tengo un montón de compañeras que están trabajando en el campo, pero incluso así “mujeres sin hijos” o “sólo hombres” suelen ser los requisitos de las convocatorias laborales. Carolina Almirón, ingeniera agrónoma e investigadora de CONICET.
La agronomía, según explica Carolina, históricamente se consideró como un espacio habilitado para “hombres del campo”. En ese sentido, la salida laboral para las ingenieras agrónomas es compleja. “Algunos sentencian que las mujeres en agronomía sólo sirven para estar en el laboratorio, sin embargo tengo un montón de compañeras que están trabajando en el campo”, dice, “pero incluso así mujeres sin hijos o sólo hombres suelen ser los requisitos de las convocatorias en esta disciplina. Los sectores administrativos son los que terminan aceptándonos. Nos van corriendo hacia el lugar que creen que tenemos que habitar por nuestro género”, enfatiza.
A la par de esta discusión, Carolina menciona que existe otro asunto a problematizar relacionado con la orientación tradicional de la agronomía, una orientación que tiende a ser “funcional al agronegocio”. Sobre esto último se tejerá nuestra entrevista.
Para quienes no estén familiarizados con el concepto, ¿cómo explicarías el modelo del agronegocio?
Hay mucha explotación en el agronegocio, toda la producción está destinada simplemente a la mercancía. Se deja un montón de factores afuera, desde el ambiental hasta el de los recursos humanos, entre comillas. El agronegocio mercantiliza al alimento y a los recursos naturales.
El modelo antagónico es la producción agroecológica, que no está basada solamente en el sostenimiento de parámetros para obtener un producto inocuo sin generar daños al medio ambiente, sino que también está asociada a una cuestión social de que la tierra no es simplemente un recurso natural: la agroecología aporta la idea de justicia social respecto a la tierra.
Si hablamos de agronegocio, hablamos de agroquímicos, ¿qué consideraciones no se conocen demasiado al respecto de su aplicación y sus consecuencias?
Me parece importante, en este sentido, traer los aportes que hace el bioquímico Marcos Tomasoni sobre la deriva de los agrotóxicos. Se le llama deriva a todo lo que no es una aplicación de agroquímico o fertilizante controlada.
Hay tres tipos de deriva -y esto no lo enseñan en la carrera de Agronomía-: una deriva primaria, que remite a todo lo que se puede escapar mientras se aplica un agroquímico; una deriva secundaria, que es la que llega por el ambiente a través de partículas o moléculas de los agroquímicos que quedan en suspensión en el aire, se evaporan, suben con el calor y después precipitan con la lluvia en otro sector; y existe una deriva terciaria que es la que llega con los alimentos. Indistintamente de dónde estemos y qué consumamos, hoy todos tenemos agroquímicos en sangre.
Otra consideración para mencionar es que todos los agroquímicos tienen una Dosis Letal 50. Esa dosis está asociada a la cantidad de agroquímicos que se puede utilizar en una aplicación. Antes de lanzar un agroquímico al mercado, lo que se hace es medir en una población determinada cuál es la dosis que mata al 50 por ciento de esa misma población –medida en ratas, seguramente-. Entonces, el uso permitido pasa a ser de esa dosis letal 50 hacia abajo.
A nivel de campo, eso nunca funcionó regulado. Al principio la aplicación sí era cuidadosa, pero ya no. Y cuando las mal llamadas “malezas” (plantas que no son el cultivo de interés) empezaron a ser resistentes a un montón de productos, aumentaron las dosis.
Esta aplicación de agroquímicos no sólo afecta a consumidores, sino a productores y aplicadores también. Quien aplica agroquímicos en el campo, por ejemplo, después va a su casa con la misma ropa contaminada. Hay gente que literalmente cree que eso no hace nada. Es muy alarmante.
La producción agroecológica no está basada solamente en obtener un producto inocuo sin generar daños al medio ambiente, sino que también aporta la idea de justicia social respecto a la tierra.
Para acercarse al ejercicio de otra agronomía posible que le permita mantenerse por fuera del modelo del agronegocio, desde el año 2016 Carolina forma parte de un proyecto de investigación[1] en la UNVM que “propone lograr la siembra de tomates sin la utilización de fertilizantes sintéticos ni agroquímicos”.
¿Se trata de un proyecto de investigación con impacto local?
Sí. Puntualmente trabajamos con el sector hortícola –hegemónico por el momento- en general. En un estudio previo, se vio que el cultivo de tomate a nivel local era el más importante, y que se fue perdiendo por el difícil manejo y los altos costos de insumo que precisaba. Estas conclusiones se alcanzaron en diálogo con los productores, la gente del Mercado de Abasto y demás.
Por lo tanto, si el tomate no se produce en nuestro cinturón verde[2], se consigue de otras provincias, que pueden ser Mendoza o Entre Ríos (las productoras y distribuidoras más grandes de tomates en Argentina).
Esos tomates que se traen de otros lados se tienen que cosechar antes, es decir, se cosechan verdes y se transportan en una cámara de frío. Llegan al Mercado de Abasto, continúan en esa cámara de frío, maduran artificialmente y luego se comercializan.
Partiendo de esto, los costos -más allá de que no haya un análisis concreto- son altos. Todo este circuito no es económico, y además, si el tomate se cosecha verde y no alcanza la madurez óptima en la cámara de frío, tiene menor calidad nutricional que un tomate cosechado acá sin agroquímicos.

Sabiendo esto inicialmente, ¿cómo delinearon la investigación?
Entendiendo al cultivo de tomates como uno de los más importantes, se tomaron muestras de suelo de cinco productores de tomates. De allí se recolectaron más o menos 200 bacterias de plantas de tomates que estaban en condiciones ideales, sanas, vigorosas y demás.
A partir de esas 200 bacterias se comenzó a trabajar en dos líneas de investigación en los laboratorios de la UNVM.
Una línea de investigación es de biocontrol, donde se busca determinar cuáles de esas bacterias que aislamos del suelo pueden generarle al cultivo condiciones para estar más fuerte y resistente (o darle un rango de tolerancia) con la idea de reducir el uso de cualquier agroquímico que se utilice para el control de enfermedades.
La otra línea es sobre biofertilizantes, donde tratamos de encontrar cuáles de esas 200 bacterias son las que generan mayor rendimiento, producción y calidad nutricional dentro de la planta. La idea es reducir el uso de los fertilizantes sintéticos, porque a nivel ambiental tienen un impacto altísimo ya que generan un desbalance nutricional de los suelos y hacen que con el tiempo empiecen a ser menos fértiles.
También la concepción del suelo como un espacio vivo es algo que la agroecología empezó a promover. Lo que importa no es la fertilidad de los cultivos, sino del suelo que se encarga del cultivo.
Al mismo tiempo, es importante recalcar que los fertilizantes sintéticos no sólo contaminan el suelo, sino también a los alimentos que terminamos consumiendo.
Y al culminar la investigación, ¿cómo sería la aplicación?
Tenemos que encontrar aún “la” bacteria o “el” conjunto de bacterias. Después, el tema de cómo sale al mercado, cómo se aplica eso que encontramos, es muy difícil de pensar ahora.
Sin embargo, ya que estas bacterias fueron aisladas del suelo de Villa María, y el suelo es un organismo vivo, la idea –por lo menos en mi caso- es dejarlas que sigan acá en función de este suelo, porque de nada serviría llevarlas a modificar otro ecosistema-suelo en Corrientes, por ejemplo. La intención también es tratar de mantener esa estructura original.
Por ahora, el proyecto busca llevar alternativas al productor y generar conciencia a nivel productivo, así como tratar de disminuir los costos de producción a futuro y obtener un producto de mayor calidad nutricional a un precio más accesible.

Carolina ahora vive en Villa María, en una casa sobre la calle San Luis con plantas de interior y ventanas que se abren hacia más plantas. Estudia, investiga, sigue aprendiendo y ceba mates en este hogar cálido con aires de fortaleza que se construyó para sí misma.
No es necesario apresurarse con preguntas cuando todo a su alrededor se hace presente para decir algo, desde el cartel con la sentencia No a Porta pegado en la heladera, hasta los adornos, pañuelos y cuadros que cuelgan en las paredes. Al hablar la casa pareciera estar de acuerdo con ella: si el presente es de lucha, el futuro es nuestro.
Notas al pie
[1] El equipo de trabajo es dirigido por el docente e investigador de la UNVM, Pablo Yaryura. También forma parte del grupo la docente e investigadora posdoctoral Verónica Felipe, y la ingeniera agrónoma Laura Caset.
[2] El cinturón verde de Villa María se ubica dentro del periurbano, una zona entre la ciudad y el campo con distintos sistemas de producción que incluyen a ladrilleras, fábricas, pequeñas empresas, al Parque Industrial, y a la producción hortícola.
En esta nota
Carolina Almirón nació en Chazón, Córdoba, en 1993. En este camino de ir siendo, se identifica como hija de trabajadores, feminista y primera universitaria en su familia, lo que considera un logro colectivo. Como ingeniera agrónoma y becaria de CONICET, se está doctorando en la Universidad Nacional de Villa María, espacio que la acobijó, primero, desde la militancia estudiantil. Desde ese lugar transita lo académico, que hasta hoy continúa.
Fotos de Carolina Almirón y de sitios públicos de internet.
9 de julio de 2020

Noelia Mansilla
Es estudiante avanzada de la licenciatura en Comunicación Social de la UNVM y coordinadora de talleres de extensión universitaria. Fue productora y conductora de Lunáticas, un programa feminista emitido por Radio Tecnoteca. Actualmente participa de una columna de género en Amigos del Rock, por Radio Universidad. También es cantautora, cinéfila y lectora. Trabaja en el área de prensa del Colegio de Psicólogos Delegación Villa María, y es becaria de la Secretaría de Comunicación Institucional de la UNVM.