Calor y humedad, cuerpos pegajosos, brillantes y lubricados, luces y sombras, risas y murmullos, insultos, improperios, chiflidos. Gritos, muchos gritos y altavoces. Vendedores que ofrecen cemitas, frutas, snacks, refrescos y gaseosas, cervezas, micheladas y más bebidas. Todo esto es la materia prima de la ceremonia que reúne a un centenar de personas todos y cada lunes de la semana. Lucha libre en Arena Puebla: aquí no hay amateurs, sólo profesionales que actúan para un público álgido de sentimientos, abucheos y pasiones intensas. En el lenguaje de la clase acomodada, una costumbre grotesca y grasosa, acusada de falsedad y pantomima vacía para gente de barrio y de las colonias poblanas. Estamos en el nicho ecológico de quienes gastan felices y memorables días ensayando saltos, torniquetes, cachetadas y acrobacias siderales.
Deporte, práctica gimnástica, lucha olímpica, greco-romana, intercolegial, malas artes o cultura folklórica, la lucha libre tiene lugar en escenarios que simulan una visibilidad clandestina como lo son las peleas de gallos pero más próxima al espectáculo pugilístico. En el universo de la lucha libre todo destino es posible. Es que por una paga estable y un reconocimiento simbólico importante, la lucha libre en las Arenas se mantiene como un recurso para los sin recursos. Persuadidos por el argumento económico y la necesidad, estos trabajadores de la escena se encienden por triunfo deportivo y vocación personal. A manotazos limpios y patadas escurridizas los enmascarados se van dando paso como celebridades locales con la misma cadencia que van adquiriendo seguidores combativos, imitadores, fans, groupies y adversarios falsos y verdaderos dentro y fuera del ring.
“A estos cuates los pierden los musculosos, sus atributos varoniles exuberantes, la fisionomía del macho, te lo juro. ¿Tú no crees que hay un fatalismo de lo masculino y la normatividad social en la lucha libre?”. Eso es cierto y ahí parece coincidir la mirada periodística. En la gestión de estereotipos de género -y más desde que todos los dispositivos sociales se intensifican, la publicidad, los aparatos de agencia estatal- el legado nacional e histórico del macho mexicano se incluye entre tantísimos materiales culturales. Todo apunta a una misma tarea: una norma afectiva de lo masculino patriarcal. Y eso no falta aquí en la lucha libre, escenario de combate cuerpo a cuerpo donde los machos se dan madrazos entre adversarios y el hombre proyecta ilusiones de gloria, trofeos de guerra y una masculinidad que se percibe cristalizada en su rudeza: “¡Queremos sangre!, ¡Dale en su madre cabrón! !Mátalo, acábalo, chíngatelo!”
Lo que se vuelve teatro amplificado en la lucha profesional es una transcripción de antagonismos de clase, género y sexuales en términos de una puesta en escena.
El escenario de la lucha libre profesional posee una cualidad generalizable a la República Mexicana que se vuelve viral en el uso de la violencia patriarcal. Territorio de desapariciones, secuestros y asesinato sistemático de mujeres, trans y posiciones femeninas, aquí no hay un espacio de respiro en el continuum de la muerte-violencia. Una escena: 16 de febrero de 2002, comunidad indígena Me’phaa, en el estado de Guerrero. Dos miembros del Ejército mexicano (Nemesio Sierra y Armando Pérez) violan y torturan a una mujer indígena (Valentina Rosendo Cantú). También en 2002, misma comunidad Me’phaa en la Montaña de Guerrero, tres militares armados con rifles atacan y violan a la indígena Inés Hernández Ortega en el poblado Barranca Tecuani. Otra escena: 4 de junio de 1994, municipio de Altamirano, ejido Jalisco, Estado de Chiapas. Miembros del ejército detienen arbitrariamente a tres hermanas indígenas tzeltales (Ana, Beatriz, y Celia González Pérez) y a su madre, Delia Pérez de González a quien obligan a presenciar cómo las golpean, torturan y violan. De acuerdo al relato oficial de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) ellas eran integrantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) motivo necesario y suficiente para detenerlas. El resto es una historia de dilación y encubrimiento durante 25 años que llega hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Finalmente, el pasado 18 de octubre de 2019, el Estado Mexicano pidió disculpas públicas en la plaza del municipio de Ocosingo aunque esto no supuso que ni el Sedena ni los militares involucrados hicieran lo propio.
Las tres situaciones marcan una tendencia de violencia institucional castrense contra las mujeres indígenas en México. ¿Y cómo se llegó a esto? Estos episodios no son la excepción sino la nueva normalidad democrática, su dicción bélica y sus mecanismos rapaces. Lo que traen a la superficie estas escenas es la lengua áspera de la violencia masculina en su ejercicio de violencia patriarcal, la captura y territorialización de lo femenino, el racismo etnocéntrico del estado blanco, las atmósferas afectivas de miedo y sus climáticas de odio misógino pero también los modos de gestión y administración dosificados de la muerte (la tendencia nacional de estadísticas de feminicidio ha ido en aumento de 2015 hasta septiembre 2019, con 411 feminicidios denunciados en 2015, 602 en 2016, 742 en 2017, 885 en 2018, y 726 entre enero y septiembre de 2019, de acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública).
¿Pero qué hay de la lucha libre? El ejercicio de lectura y de escucha atenta nos exige, sin duda, mirar el teatro amplificado del machirulaje más folklórico y patriarcal de México que es parte de la lucha libre profesional pero también nos interpela a no quedarnos fijados en ese repertorio (bastante previsible, por lo demás) sino también poder escuchar las vibraciones y sus movimientos, porque allí se escenifican el goce y los placeres de estas tecnologías masculinas de género, su punto de intensidad y de ritualización espectacularizada.
¿Y entonces? En cuanto el réferi da lugar a sus crípticas instrucciones y sus secretas advertencias a los contrincantes, lo que tiene lugar es un combate agónico entre equipos, duetos o individualidades carismáticas. Desnudos de ropa e inmersos en un medioambiente de crispación afectiva, el héroe y el villano ponen en escena el climax envolvente que sintoniza con los cuerpos-espectadores allí presentes. Iniciado el encuentro, el presentador hace lo suyo con una retórica pomposa y grandilocuente, las reglas del honor y las normas masculinas se hallan desperdigadas entre patadas voladoras, llaves, saltos ornamentales y piruetas aéreas. Esta actuación que la lucha libre ostenta por encima de otros rituales sociales (el boxeo, el fútbol o el béisbol) se halla en el camino de lo imprevisible y el desvío constante de los roles masculinos y femeninos. Así como en el cine siempre sabemos qué esperar de un villano a quien conocemos de otras películas o de sus rumores culturales previos, en la lucha sabemos que nada bueno se puede esperar de un luchador afectado por la ira, que en cuanto pueda emprenderá a mordiscos a su contrincante o le picará los ojos a su rival sin compasión alguna y hasta le aplicará un manotazo desde fuera de las cuerdas cuando menos se lo espere. Y los espectadores, tan sedentarios y pasivos, así nos incorporamos al espectáculo, damos lo que se nos pide gratuitamente, por pura entrega anímica, seguimos paso a paso aquel magnífico director de orquesta que es el villano-héroe que con sus brazotes nos hace señas cómplices en ese gran teatro de los géneros.
Lo que se vuelve teatro amplificado en la lucha profesional es una transcripción de antagonismos de clase, género y sexuales en términos de una puesta en escena. Antagonismos, entonces, que pasan por la técnica de la lucha, la apariencia del vestuario, los gestos de complicidad con el público pero que atraviesan, de modo constante, los límites de lo masculino y lo femenino.
La lucha libre es fundamentalmente una destreza de los cuerpos sociales: porque sabe oír los tonos de los pactos y las guerras en los géneros, las prácticas sexuales y los deseos.
Ni rudos ni técnicos, el mundo dual se queda siempre corto. Féminas y exóticos. Otra división del mundo. Exóticos, lo extraño, lo misterioso, lo raro, lo poco común, esta categoría funciona como acicate de las fantasías y de los deseos colectivos más ocultos. En efecto, basta ver luchar todxs estxs enmascaradxs drag queen, ya sea Diva salvaje, Pasión Kristal, Polvo de estrellas o Cassandro, para percibir cómo la masculinidad es siempre, desde el inicio, una copia fallida de sí misma. Este es, precisamente, el tema del documental Exóticos (2013) de Michael Ramos-Araizaga quien afirma “El estilo exótico se refiere a atletas refinados en su vestimenta, bien peinados, con un caminar muy particular, fino y en ocasiones afeminado”.
Estas categorías de luchadoras y luchadores hacen honor al espíritu popular de inclusión: es que pareciera que todas, todes, todxs, tod*s tienen lugar en la lucha. Maricas, jotos, enanos, mujeres, lenchas, mujeres rudas, “putos pero no cobardes”, parejas, tríos y enmascarados en alianza o complotados.
Pero la historia demuestra lo contrario para las mujeres enmascaradas que practican este deporte. La lucha libre femenil estuvo prohibida por más de tres décadas en la Ciudad de México, lo que implicó para las luchadoras enmascaradas una serie de periplos por otros estados provinciales y distintas ciudades. División sexual de la lucha que produce un tipo de desigualdad de género muy patente. Prohibición mediante, lo que se generó fueron otros circuitos diferenciados, o al menos eso sucedió en la periferia de La Ciudad (como gustan nombrarse los habitantes de CDMX). De allí que se cumplan más de sesenta años de lucha libre femenil en toda la República Mexicana. ¿Puede contarse la historia de la lucha libre femenil atravesada por la historia oceánica de los movimientos feministas y sus oleadas? Algo de esa conjetura puede funcionar: una generación de luchadoras más mujeristas se abre paso entre machos.
Rudos y técnicos, féminas y exóticos, personajes míticos y adversarios noveles, todas las categorías se superponen en la lucha. Recuerden sus nombres, los clásicos imperecederos sin fecha de vencimiento: El Santo, Tarzán López, la Tonina Jackson, Lola González, Vicky Carranza, Rosy Moreno, Dinastía Moreno (Cinthia, Esther, Rosy y Alda Moreno), Princesa Sugehit, Sugi Sito, Black Shadow, Blue Demon, el Cavernario Galindo, el Médico Asesino, el Lobo Humano, el Lobo Negro, Huracán Ramírez, Mil Máscaras, Rayo de Jalisco, El Solitario, Canek, Tinieblas, Super Muñeco, Solar, Atlantis, Super Astro, Lizmark, Octagon, Blue Panther, El Indio, entre tantísimos otros. Universo barroco y popular, las distinciones y jerarquías se solapan unas a otras: enanos peleando con faraones, maricas y jotos enfrentados a campeones. El público pide besos entre machos al tiempo que exige las mentadas más dolorosas.
El Wrestling, el Catch-as-catch-can, el pancracio o simplemente la lucha libre es una de las mitologías vivas de la cultura pública y de la historia popular de México, al menos desde inicios de la década del treinta del siglo pasado. Lo que cuenta es la vitalidad orgánica de su público. Y así lo advertía Carlos Monsiváis, quien fuera el gran cronista mexicano (junto a Elena Poniatowska y al exquisito Jorge Ibargüengoitia) y que tanto influyera a las plumas del chileno Pedro Lemebel. Así se refería el gran Carlos Monsiváis a la figura icónica de El Santo: “es una fábula realista de nuestra cultura urbana; una vida profesional cuya primera razón de ser fue la carencia de rostro; una fama sin rasgos faciales a los cuales adherirse”. Muñecos, remeras, comics, rolas temáticas, música y hasta películas de luchadores enmascarados. En materia de mitos, Monsiváis rescata el carácter folklórico y teatral de la máscara, allí radica toda su potencialidad temática: la máscara-pose-personaje es un intensificador de fuerzas colectivas porque revela un lugar de expresividad y un amplificador de gestos entre lo que muestra y lo que oculta.
La lucha es un laboratorio viviente de los géneros, un verdadero campo expansivo de las normas sociales y de aquello que entendemos por lo masculino y lo femenino.
El efecto de la lucha libre es justamente hacer legible ese teatro de la masculinidad como drama social y ritual cultural. La masculinidad en la lucha se sitúa ahí: es el teatro de un cuerpo anónimo, y en la interfaz directa de un escenario común, entre los límites del ring y lo que se teje en los ánimos colectivos, el espacio de lo público compartido y la tribuna popular. La normativización de los roles, la masculinidad mexicana y su lenguaje bélico patriarcal se ve continuamente desbordada en la performance de los enmascarados. Y aquí lo que sucede es que los luchadores maldecidos son, en simultáneo, los cuerpos del disfrute. Nótese algo que está a la vista: de lo que se trata en la lucha, es de un conjunto de hombres (en su mayoría) desnudos, en mallas y en calzones cortos, musculosos y lubricados que luchan dentro de un cuadrilátero elástico, apretándose entre sí, aplastándose, tocándose y tironéandose constantemente. En cada lucha, los enmascarados exponen otras corporalidades y otras actuaciones, los héroes y villanos no son solo cuerpos atléticos, tonificados y estilizados bajo los parámetros de la cultura fitness (lo que sí se prodiga en la liga de lucha gringa, la llamada World Wrestling Entertainment). Aquí los ídolos también suelen ser chaparritos, de carnes voluptuosas, panzones y regordetes, con otra estética, con otras musculaturas, otras carnes y otras grasas.
Pero eso que pasa en el público que rodea el match, entre los cuerpos de los espectadores, sus ánimos y sentimientos, lo que propiamente ocurre no es una mera identificación mimética con sus luchadores o sus adversarios favoritos. Ser amado o abucheado, emblemas de una idolatría posible. En los villanos se odia al mal, al diablo, al jefe maltratador o las propias condiciones de precariedad existencial y por lo mismo se patrocina al bien, aplaudiendo enérgicamente las heroicas proezas giratorias del enmascarado que logra zafarse del rufián golpeador. Semejante catarsis no es solo higiénica y exculpatoria, es una exigencia normativa. El estado de ánimo de los espectadores, familias con hijos, parejas y curiosos asistentes, nos habla de sentimientos compartidos y emociones magnéticas. En la Arena el público envejece y rejuvenece, las victorias y derrotas de los equipos son el desahogo del trabajador, los aullidos casi exasperados son catarsis liberadoras de broncas y frustraciones cotidianas, reacciones episódicas, acaso válvulas de escape, sublimación de pasiones y humor pasajero. Y eso es lo que se escucha en la climática sentimental de la lucha, en esa tarea de recitación y reiteración de códigos canónicos de género se va el impulso y la fibra sensible del público. Como apunta la antropóloga Alejandra Santamaría: “¡Queremos machos, no mamadas!”
Así como el género narrativo es la tragicomedia, el escenario es lucha agónica y espectáculo circense, se asiste a una “genuina Comedia Humana” escribe Monsiváis, donde se hallan promesas de justicia y sus futuros fantaseados como puntos de circulación que utilizan a la masculinidad dominante como modelo de actuación.
La lucha libre, en todas sus encarnaciones, es fundamentalmente una destreza de los cuerpos sociales: porque sabe oír los tonos de los pactos y las guerras en los géneros, las prácticas sexuales y los deseos. Imagen vital y escenario en movimiento, la lucha libre es ritual pagano de una corporalidad masculina y femenina, tan abyecta como popular, sin culpa y sin remedio.
Cuando se da lugar a esta mirada, no exenta de homoerotismo explícito, lo que ocurre es una actuación de lo varonil que se parodia a sí misma. La lucha es un laboratorio viviente de los géneros, un verdadero campo expansivo de las normas sociales y de aquello que entendemos por lo masculino y lo femenino.
Foto de portada de Diego Echeverry (Pixabay). Fotos y videos de sitios públicos de internet. Pinturas de Fabián Cháirez.
4 de junio de 2020
Martín De Mauro Rucovsky
Es doctor en filosofía, docente universitario e investigador. Nació en 1984, en Córdoba capital. Formó parte del Frente Nacional por la Ley de Identidad de Género. Publicó “Cuerpos en escena. Materialidad y cuerpo sexuado en Judith Butler y Paul B. Preciado” (Madrid, Egales, 2016) y distintos artículos en revistas especializadas y libros colectivos. Desde 2019 es becario posdoctoral de CONICET.